Premisa: considero a mi pensamiento un pensamiento provisorio. Sé que sólo puedo abarcar partes de la
realidad, y no la realidad completa. Sé que otros podrán ayudarme a ver las
partes que yo no veo, y por lo tanto modificar mi parecer parcialmente o en su
totalidad. En una palabra: lo que expreso en estas líneas es lo que he podido
construir hasta ahora acerca del tema
del título, pero agradeceré cualquier puntualización que me ayude a advertir
errores de razonamiento o me muestren aspectos que he omitido. Fin de la
premisa.
Introducción
Desde el paradigma de la complejidad, resulta imposible
abordar algo complejo desde una mirada lineal, simple, entubada. Porque lo
complejo (entendiendo por tal a lo que está compuesto de muchas partes a veces
funcionando como un sistema) debe ser abordado por un pensamiento complejo, que
busque identificar y analizar todos los componentes del sistema. De lo contrario
corremos el riesgo de juzgar el todo a través de una parte.
El pensamiento analítico no puede descartar ni dogmatizar
nada sin un profundo análisis, especialmente aquellas cosas que se dicen luego
de un hecho de gran impacto.
Tras el brutal atentado jijhadista que terminó con la vida
de varios caricaturistas de la revista parisina Charlie Hebdo, se dispararon
diversos debates simultáneos: sobre la libertad de expresión, si debe ser
absoluta o relativa; sobre el derecho al insulto y a la blasfemia; sobre las
relaciones entre occidente y el mundo musulmán, etc.
El atentado
En la redacción de Charlie Hebdó no hubo apenas un crimen,
un asesinato múltiple. Hubo un atentado terrorista. Para definir cosas que
mucha gente confunde: se denomina terrorismo a un sistema de lucha que actúa
desde la ilegalidad, y que busca sembrar terror a través de atentados, acciones
de guerrilla, voladuras o asesinatos.
El terrorismo puede ser terrorismo de organizaciones
irregulares, con móviles políticos o religiosos, o terrorismo de estado (el más
letal, ya que los estados tienen medios poderosos para ejercer terrorismo, y
además los estados deben ser los más celosos custodios de la ilegalidad). Con
respecto al terrorismo de estado, puede tener destinatarios internos (como pasó
en Argentina en los años de plomo) o externos, cuando se lanzan ataques ilegales
contra objetivos externos, como se ve repetidamente, por ejemplo, en el
conflicto palestino-israelí. La característica común de los terrorismos es la ilegalidad.
No se trata de una guerra. Una guerra también ejerce, obviamente, violencia
extrema que sesga vidas. Pero no se puede llamar terrorismo a una guerra, porque aunque resulte horroroso,
las guerras forman parte de la “legalidad” internacional, aunque haya guerras
justas (cuando responden a un ataque, invasión etc) o injustas, como las de expansión
o conquista de enclaves económicos.
Parece absurdo tener que decir que cualquier ataque
terrorista debe ser repudiado con toda la fuerza de la que seamos capaces. No
lo es, sin embargo, porque hay quienes asumen una mirada complaciente frente a
los terrorismos que golpean a sus enemigos ideológicos. Yo condeno cualquier
terrorismo. Y particularmente este, que es expresión de los terrorismos que
golpean a blancos civiles, desarmados, sin capacidad alguna de defensa.
Un atentado como el que comentamos es además una respuesta
brutalmente desproporcionada entre la ofensa esgrimida como motivación (la
publicación de caricaturas que ridiculizaban al Islam y al profeta Mahoma) y el
precio pagado, que fue nada menos que doce vidas. Aclaro que hubiese sido desproporcionado
también si se hubiese cobrado una sola vida.
El horrendo atentado disparó millones de voces de condena,
otras muchas de aprobación (entre los grupos fundamentalistas, generalmente) y
algunas otras que se movieron entre dos aguas: “condenamos el atentado, pero…”.
En este último grupo veo al menos dos especies
distintas: en primer lugar la de aquellos que se solidarizan de alguna manera
con el mundo árabe (identificado casi naturalmente con el islamismo aunque es
sólo una parte de él) por verlo en desventaja en la lucha contra “occidente”
tanto en el problema palestino-israelí como en las recientes guerras (Irak,
Afganistán, etc) en las que coaliciones occidentales encabezadas por EEUU atacaron
o invadieron estos países y produjeron cambios de regímenes gobernantes.
La otra es la de aquellos que condenan realmente el atentado
y la violencia jijhadista contra occidente, pero creen que el error de Charlie
Hebdó fue provocar con sus
publicaciones a grupos que tienen otros códigos, otros valores y otros umbrales
limitativos. Dicen, en cierta medida: “Terrible, pero tendrían que haber sido
más prudentes”.
Dos conflictos
paralelos
No obstante hay que hacer una puntualización que no he visto
que se tenga en cuenta a menudo. Hay dos problemáticas paralelas que enfrentan
a Occidente con parte del mundo
musulmán.
Una de ellas es el conflicto
territorial entre palestinos e israelíes, en donde estos últimos tienen por
aliado principal a los Estados Unidos de Norteamérica, lo que hace que aquellos
que sienten que Estados Unidos es un enemigo, tiendan a simpatizar con “el
enemigo del amigo del mi enemigo”. Esto es: “simpatizamos con los palestinos
porque Israel es aliado de nuestro enemigo, Estados Unidos”. Describo, no
valoro.
Esta es la primera problemática.
La otra es la concepción salafista, el Islam radicalizado
que sigue con devoción la ley de Allah o una interpretación de la misma, y el
movimiento que se organizó en 1928 con la aparición de los Hermanos Musulmanes,
y que sostiene una guerra santa (Jihad) contra los apóstatas del Islam por un
lado y en general contra los infieles, esto es: todos aquellos que no profesen
el credo musulmán.
El atentado contra la AMIA o la Embajada de Israel, o la
voladura de las torres gemelas tiene que ver, como ejemplo, con el primer
conflicto. Pero me parece que el atentado contra Charlie Hebdo está más
emparentado con el segundo. Aunque haya corredores de relación entre uno y
otro, corredores pavimentados por el sentimiento de gran parte del mundo
musulmán de que Occidente desprecia y odia al Islam. Resulta ilustrativo lo
dicho por Sayyid Qubtd, ideólogo salafista, citado por Eduardo Fidanza en la
nota “El debate que reaviva Charlie Hebdo”, publicada en La Nación, 17 de enero
de 2015: “Hermano, sigue adelante, para
que tu camino se empape en sangre. No vuelvas la cabeza a la derecha o a la
izquierda, sólo mira hacia el cielo”.
Para Fidanza la disputa entre las distintas lecturas que se
hacen del ataque terrorista actualiza de
alguna manera la disputa entre dos corrientes que polemizaron fuertemente a
fines del siglo XIX: el positivismo racionalista y la crítica del historicismo.
La razón condena el atentado de manera absoluta, dice Fidanza, porque
contradice la naturaleza humana, y porque cualquier relativización daría un
contexto justificador a los victimarios. Y el historicismo alude contextos
sociológicos y políticos, y sostiene que sería un reduccionismo desconocer el
fenómeno religioso, la cuestión política o los avances de occidente sobre el
mundo árabe a través de matanzas e invasiones.
Me pregunto si ambas visiones tienen que ser necesariamente
antagónicas. Desde el paradigma de la complejidad pueden ser complementarias:
el hecho en sí no se explica sin su contexto, pero la razón nos dice que es
necesario buscar formas humanas de resolver los conflictos.
La libertad de
expresión
Dicho todo esto, hay que preguntarse respecto de la cuestión
central de este artículo. ¿Es la libertad de expresión algo absoluto o debe
tener alguna limitación?
Entendemos como libertad de expresión a la libertad de
expresar y publicar lo que uno piensa, esté equivocado o no. Una conquista que
costó mucho tiempo y esfuerzo, y una conquista realmente valiosa.
La pregunta que circula hoy es: ¿Debe ser absoluta la
libertad de expresión? ¿O debe tener algunos límites, y en este caso cuales?
En los hechos, la libertad de expresión se cercena cuando
hay censura previa: cuando alguien determina, leyendo previamente, lo que se
publica o lo que no. Sea en el interior de un medio de comunicación, sea en
desde el exterior de éste, desde un organismo de poder con capacidad de
censura. Esto es típico en regímenes dictatoriales o fuertemente autoritarios.
Las Constituciones suelen garantizar, empero, la libertad de expresión libre de
censura previa.
Otra limitación no impide la publicación, pero castiga
aquellas que transgredan la legislación vigente: en muchos países la
legislación pena la apología del crimen, o del terrorismo, de ideologías con
historia tristemente violenta (como en nazismo), o las expresiones que incitan
al odio racial, religioso, o que manifiesten sentimientos xenófobos o
discriminatorios a personas o grupos sociales por su orientación sexual, por
ejemplo.
En este caso, las publicaciones de este tipo pueden ser
penadas por la ley. Fue lo que sucedió hace no demasiado con el actor y cómico
francés Dieudonné, que fue condenado no por haberse expresado, sino por haber
hecho apología del terrorismo, que sí está penado por la ley por la legislación
francesa.
Hay dos puntos controvertidos: el llamado “derecho al
insulto” y “derecho a la blasfemia”. Todos sabemos en qué consiste un insulto.
Quizá no todos conozcan en qué consiste una blasefemia
En el ámbito de las religiones, la blasfemia es el insulto o
la burla a la divinidad o a sus símbolos. No es blasfemia, estrictamente
hablando, un insulto o burla a las instituciones religiosas o a sus
dignatarios, ni tampoco la crítica o la argumentación contra los dogmas, las
doctrinas o las costumbres de determinada religión.
La blasfemia existe como tal en el ámbito religioso. Para
quienes no comparten creencias religiosas, es una palabra de poco sentido. En
un estado laico, no se suele legislar prohibiendo la blasfemia, porque para un
estado laico esta palabra no tiene significado. Sí podría, el estado laico, (y
digo podría, no digo que necesariamente lo haga o lo deba hacer) legislar
prohibiendo insultos o burlas por razones religiosas, como lo hace o lo podría
hacer por razones raciales, étnicas, por condición social, sexual, etc.
Lo que sí parece evidente es que para las personas
profundamente religiosas (y mucho más para los fundamentalistas) una blasfemia
es siempre una ofensa vivida con dolor e indignación.
Creo que nadie debería cuestionar el derecho a criticar y
contestar un dogma religioso, una creencia, incluso la religiosidad misma. Esto
puede causar en los destinatarios el desagrado que causa una opinión contraria
en cualquier ámbito de discusión.
Pero me parece que hay algo que no podemos dejar de tener en
cuenta: el ámbito religioso toca fibras muy profundas en el creyente. Es una
realidad, quizá solo comprensible desde lo experiencial para el creyente. La
psicología puede encontrar las motivaciones profundas de este malestar. Pero el
malestar existe. Cuando más allá de una crítica racional, se ofende o se
ridiculiza a la creencia y al creyente, se despiertan dolores, iras y
sentimientos complicados.
Sostengo que hay que atender al menos a la dignidad de las
personas, aunque para algunos las religiones no sean dignas, o sean causante de
más males que bienes (cosa que constituye un discutible como para otro
análisis). Hay que atender la dignidad de la persona creyente como tiene que
atender (para poner otro ejemplo) a la dignidad de la persona transexual, quien
no vea positivamente a la transexualidad.
No sé con certeza si la blasfemia debe estar prohibida por
la legislación. Pero estoy convencido que la blasfemia ofende a los afectados
de manera muy profunda, porque los banaliza. Por lo mismo, estoy convencido de
que hay que ser muy prudentes, por consideración a la persona religiosa, con
este tipo de expresiones. Y mucho más cuando las blasfemias ridiculizan o caen
en lo grosero o grotesco.
Hay burlas que impactan en estructuras profundas de la
psicoafectividad. Y más allá de que despierten reacciones (como lo dijo el papa
Bergoglio con una boutade[1], cuando manifestó
que quien se mete con “la mamma” puede esperar un puñetazo) generan dolor. Como
cuando alguien se burla de un defecto físico de otro; o de alguna
característica vergonzante o presumiblemente vergonzante de algún ser querido:
un hijo homosexual, una hija con síndrome de down, una madre “escrachada” en un
video íntimo, etc. La palabra tiene poder . Evoca, despierta sentimientos, tiene
alto contenido simbólico.
Ivonne Bordelois[2],
en un artículo que también suscitó polémica, dijo: “Hay leyes que no por no estar escritas son menos básicas e
inamovibles: particularmente las leyes de la convivencia. Uno de los pilares
fundamentales de estas leyes es la conciencia de que no cabe subestimar la
importancia de ciertos símbolos, en particular los religiosos, para aquellos
que los sustentan. Por tanto, las ofensas en este nivel no pueden ser
trivializadas ni descontadas en aras de una libertad todo terreno”. La pensadora agrega que “El laicismo que se considera, con justa razón, garantía de progreso en
los Estados modernos no puede consentir ni consistir en degradar las
expresiones religiosas que no atenten contra los derechos humanos, en especial
cuando provienen en general de minorías explotadas económica y socialmente. El
racionalismo puede también convertirse en la religión de la soberbia cuando
considera a los creyentes en su totalidad como seres inferiores, supersticiosos
e ignorantes”.
Algunos, como la misma Bordelois, apuntan también a una postura
más estratégica que filosófica: “Azuzar
con palabras e imágenes fuertemente ofensivas a un enemigo fanático, en
momentos en que arde la contienda internacional, no parece la actitud más
prudente ni esclarecida por parte de quienes se asumen como líderes
intelectuales de la prensa europea. Ser mártir de la libertad de prensa no es
incompatible con ser responsable de imprudentes escarceos al borde de un cráter
dispuesto a estallar”[3].
Otros opinan que este tipo de expresiones, como las viñetas publicadas
por Charlie Hebdó, ensanchan la
brecha cultural y benefician a los extremistas de uno y otro lado. Fue lo que
sucedió en este caso, después del atentado, cuando se virulentizaron tanto las reacciones
antioccidentales en los países musulmanes, como los movimientos islamófobos en
occidente.
Con respecto al “derecho al insulto”. Me parece que hay
insultos e insultos. Algunos son razonablemente explicables, en el fragor de
una discusión. Otros son despreciables, cuando se insulta por raza, color de piel,
condición sexual, religión, etc. Y especialmente cuando se escudan en el
anonimato que permite, por ejemplo, Internet.
¿Cuántas veces no escuchamos o leemos en las redes sociales barbaridades
como estas?:
- El holocausto no existió.
- Los militares se quedaron cortos, matando 30.000. Deberían haber matado 1.000.000.
- El pueblo judío no debería existir.
- Que los que se droguen se droguen mucho, así se mueren de una sobredosis.
- Me alegra el sufrimiento de los refugiados palestinos.
- Los creyentes de cualquier credo son imbéciles.
- Los izquierdistas tienen más corazón que cerebro, aunque su “corazón” sea, de cualquier forma, bastante pobre. Pero lo que es su cerebro, es inexistente.
- Los negros son inferiores.
- Habría que quemar todas las Iglesias, con los curas adentro.
- Habría que quemar todas las sinagogas, con los rabinos adnetro.
- Habría que quemar todas las mezquitas, con los ayatollas adentro.
Entre estas frases hay algunas que constituyen un delito
tipificado: que es apología del delito o del crimen. Pero estas expresiones representan
cosas que se piensan. Son horrorosas, pero hay quienes las piensan. La
pregunta: Supongamos que una persona piense todas estas barbaridades. ¿Tiene
derecho a expresarlas?
Y sin llegar a tal extremo: ¿existe el derecho a la violencia
verbal, a la crueldad verbal (causar dolor con la palabra), a la provocación, a la burla racista, a la burla o al insulto
homófono, a la burla al enfermo, a la
difamación, a la injuria, a la calumnia, a la incitación a cualquier tipo de
odio? ¿O hay que poner límites? Y si hay que ponerlos: ¿Cómo se establecen esos
límites? ¿Quién debe establecerlos? ¿En base a qué consensos? ¿Qué se prohíbe y
qué no?
Confieso que no tengo aún un juicio definitivo al respecto, por lo complejo del tema.
Confieso que no tengo aún un juicio definitivo al respecto, por lo complejo del tema.
Pero así como existe un derecho positivo, cristalizado en la
legislación, existe también un “derecho moral”, que se nutre de valores y
convicciones justas. Y aunque haya cosas que, al no estar prohibidas, uno tiene
derecho de hacer o decir, en razón del derecho moral, que sólo asumen como
existente las almas grandes, deberíamos autolimitarnos.
Supongamos, como ejemplo, que alguien tuviera aversión a los
redactores de Charlie Hebdó por distintitas cosas. Puede no haber, en la
legislación positiva, ningún impedimento legal a que escriba en un blog o en
donde sea: “realmente estas muertes me alegran de corazón, aunque sean un crimen
que debe ser castigado”. O sea: puede “tener derecho positivo” a escribirlo
porque no es delito si no está prohibido. Pero no tiene derecho moral, porque estas
expresiones lastimarían fuertemente a padres, hijos, esposas o esposos de los
fallecidos.
Es un tema delicado y complejo. Y también difícil. Hay que
entender que no hay valores universales, compartidos por todos, porque
determinados valores que occidente pregona (aunque no cumpla siempre y
cabalmente) no son compartidos en oriente. Aún en occidente hay visiones
diametralmente opuestas al momento de opinar. Y también en oriente.
Pero hay cosas, estoy convencido, que no admiten discusión:
- Jamás deberemos aceptar el asesinato en nombre de Dios, en nombre de una idea, en nombre de una venganza, en nombre de diferencias raciales, sexuales, religiosas. Nuestra condena debe ser absoluta. Aún entendiendo que este mundo en que vivimos alberga mucha gente capaz de matar por todas esas cosas, en diferentes países y culturas. Incluso en la nuestra. Y la ley debe caer con todo su rigor con quienes ejercen venganzas como la increíblemente desproporcionada reacción del fundamentalismo en el caso de Charlie Hebdo.
- Existe además un derecho inalienable: la de profesar una creencia religiosa, o la de ser ateo e ignorar la cuestión religiosa, sin que esto implique dificultades para quien cree una u otra cosa. Nadie debe ser perseguido, encarcelado, violentado o injuriado por creer o por no creer.
- El derecho a profesar una fe no incluye, ciertamente, el “compelere intrare”, obligar a los demás a compartir esta propia visión.
- No existe el derecho a sembrar el terror para obligar a otros a pensar o actuar de alguna manera.
- La libertad de expresión es una conquista que debe ser resguardada, dentro de la legalidad vigente.
Queda abierta la otra cuestión: la de la “libertad al
insulto o a la ridiculización o a la ofensa”. Que debe seguir siendo analizada
desde la perspectiva de la racionalidad, de la perspectiva histórica e
historicista, y fundamentalmente desde el supremo interés del bien común.
Pero creo que, aún cuando no exista legislación sobre la
materia, debemos abstenernos de caer en la tentación de ofender, de causar
dolor con la palabra, tanto en el ámbito de las creencias religiosas como en
otros muchos ámbitos que impactan en lo profundo de la intimidad del otro. El
respeto a la dignidad del otro, antes aún que un derecho, es una obligación
moral.
Agradeceré cualquier juicio que me ayude a completar, y aún
a modificar estas convicciones, si tiene la fuerza argumentativa necesaria.