jueves, 22 de enero de 2015

Charlie Hebdó y el horrendo crimen contra sus redactores. Debate desatado: ¿Debe tener algún límite la libertad de expresión?

Premisa: considero a mi pensamiento un pensamiento provisorio. Sé que sólo puedo abarcar partes de la realidad, y no la realidad completa. Sé que otros podrán ayudarme a ver las partes que yo no veo, y por lo tanto modificar mi parecer parcialmente o en su totalidad. En una palabra: lo que expreso en estas líneas es lo que he podido construir hasta ahora acerca del tema del título, pero agradeceré cualquier puntualización que me ayude a advertir errores de razonamiento o me muestren aspectos que he omitido. Fin de la premisa.

Introducción

Desde el paradigma de la complejidad, resulta imposible abordar algo complejo desde una mirada lineal, simple, entubada. Porque lo complejo (entendiendo por tal a lo que está compuesto de muchas partes a veces funcionando como un sistema) debe ser abordado por un pensamiento complejo, que busque identificar y analizar todos los componentes del sistema. De lo contrario corremos el riesgo de juzgar el todo a través de una parte.
El pensamiento analítico no puede descartar ni dogmatizar nada sin un profundo análisis, especialmente aquellas cosas que se dicen luego de un hecho de gran impacto.
Tras el brutal atentado jijhadista que terminó con la vida de varios caricaturistas de la revista parisina Charlie Hebdo, se dispararon diversos debates simultáneos: sobre la libertad de expresión, si debe ser absoluta o relativa; sobre el derecho al insulto y a la blasfemia; sobre las relaciones entre occidente y el mundo musulmán, etc.

El atentado

En la redacción de Charlie Hebdó no hubo apenas un crimen, un asesinato múltiple. Hubo un atentado terrorista. Para definir cosas que mucha gente confunde: se denomina terrorismo a un sistema de lucha que actúa desde la ilegalidad, y que busca sembrar terror a través de atentados, acciones de guerrilla, voladuras o asesinatos.
El terrorismo puede ser terrorismo de organizaciones irregulares, con móviles políticos o religiosos, o terrorismo de estado (el más letal, ya que los estados tienen medios poderosos para ejercer terrorismo, y además los estados deben ser los más celosos custodios de la ilegalidad). Con respecto al terrorismo de estado, puede tener destinatarios internos (como pasó en Argentina en los años de plomo) o externos, cuando se lanzan ataques ilegales contra objetivos externos, como se ve repetidamente, por ejemplo, en el conflicto palestino-israelí. La característica común de los terrorismos es la ilegalidad. No se trata de una guerra. Una guerra también ejerce, obviamente, violencia extrema que sesga vidas. Pero no se puede llamar terrorismo a  una guerra, porque aunque resulte horroroso, las guerras forman parte de la “legalidad” internacional, aunque haya guerras justas (cuando responden a un ataque, invasión etc) o injustas, como las de expansión o conquista de enclaves económicos.
Parece absurdo tener que decir que cualquier ataque terrorista debe ser repudiado con toda la fuerza de la que seamos capaces. No lo es, sin embargo, porque hay quienes asumen una mirada complaciente frente a los terrorismos que golpean a sus enemigos ideológicos. Yo condeno cualquier terrorismo. Y particularmente este, que es expresión de los terrorismos que golpean a blancos civiles, desarmados, sin capacidad alguna de defensa.

Un atentado como el que comentamos es además una respuesta brutalmente desproporcionada entre la ofensa esgrimida como motivación (la publicación de caricaturas que ridiculizaban al Islam y al profeta Mahoma) y el precio pagado, que fue nada menos que doce vidas. Aclaro que hubiese sido desproporcionado también si se hubiese cobrado una sola vida.
El horrendo atentado disparó millones de voces de condena, otras muchas de aprobación (entre los grupos fundamentalistas, generalmente) y algunas otras que se movieron entre dos aguas: “condenamos el atentado, pero…”. En este último grupo veo al menos dos  especies distintas: en primer lugar la de aquellos que se solidarizan de alguna manera con el mundo árabe (identificado casi naturalmente con el islamismo aunque es sólo una parte de él) por verlo en desventaja en la lucha contra “occidente” tanto en el problema palestino-israelí como en las recientes guerras (Irak, Afganistán, etc) en las que coaliciones occidentales encabezadas por EEUU atacaron o invadieron estos países y produjeron cambios de regímenes gobernantes.
La otra es la de aquellos que condenan realmente el atentado y la violencia jijhadista contra occidente, pero creen que el error de Charlie Hebdó fue provocar con sus publicaciones a grupos que tienen otros códigos, otros valores y otros umbrales limitativos. Dicen, en cierta medida: “Terrible, pero tendrían que haber sido más prudentes”.

Dos conflictos paralelos

No obstante hay que hacer una puntualización que no he visto que se tenga en cuenta a menudo. Hay dos problemáticas paralelas que enfrentan a Occidente con parte del mundo musulmán.
Una de ellas es el conflicto territorial entre palestinos e israelíes, en donde estos últimos tienen por aliado principal a los Estados Unidos de Norteamérica, lo que hace que aquellos que sienten que Estados Unidos es un enemigo, tiendan a simpatizar con “el enemigo del amigo del mi enemigo”. Esto es: “simpatizamos con los palestinos porque Israel es aliado de nuestro enemigo, Estados Unidos”. Describo, no valoro.
Esta es la primera problemática.
La otra es la concepción salafista, el Islam radicalizado que sigue con devoción la ley de Allah o una interpretación de la misma, y el movimiento que se organizó en 1928 con la aparición de los Hermanos Musulmanes, y que sostiene una guerra santa (Jihad) contra los apóstatas del Islam por un lado y en general contra los infieles, esto es: todos aquellos que no profesen el credo musulmán.
El atentado contra la AMIA o la Embajada de Israel, o la voladura de las torres gemelas tiene que ver, como ejemplo, con el primer conflicto. Pero me parece que el atentado contra Charlie Hebdo está más emparentado con el segundo. Aunque haya corredores de relación entre uno y otro, corredores pavimentados por el sentimiento de gran parte del mundo musulmán de que Occidente desprecia y odia al Islam. Resulta ilustrativo lo dicho por Sayyid Qubtd, ideólogo salafista, citado por Eduardo Fidanza en la nota “El debate que reaviva Charlie Hebdo”, publicada en La Nación, 17 de enero de 2015: “Hermano, sigue adelante, para que tu camino se empape en sangre. No vuelvas la cabeza a la derecha o a la izquierda, sólo mira hacia el cielo”.
Para Fidanza la disputa entre las distintas lecturas que se hacen del ataque terrorista  actualiza de alguna manera la disputa entre dos corrientes que polemizaron fuertemente a fines del siglo XIX: el positivismo racionalista y la crítica del historicismo. La razón condena el atentado de manera absoluta, dice Fidanza, porque contradice la naturaleza humana, y porque cualquier relativización daría un contexto justificador a los victimarios. Y el historicismo alude contextos sociológicos y políticos, y sostiene que sería un reduccionismo desconocer el fenómeno religioso, la cuestión política o los avances de occidente sobre el mundo árabe a través de matanzas e invasiones.
Me pregunto si ambas visiones tienen que ser necesariamente antagónicas. Desde el paradigma de la complejidad pueden ser complementarias: el hecho en sí no se explica sin su contexto, pero la razón nos dice que es necesario buscar formas humanas de resolver los conflictos.
 
La libertad de expresión

Dicho todo esto, hay que preguntarse respecto de la cuestión central de este artículo. ¿Es la libertad de expresión algo absoluto o debe tener alguna limitación?
Entendemos como libertad de expresión a la libertad de expresar y publicar lo que uno piensa, esté equivocado o no. Una conquista que costó mucho tiempo y esfuerzo, y una conquista realmente valiosa.
La pregunta que circula hoy es: ¿Debe ser absoluta la libertad de expresión? ¿O debe tener algunos límites, y en este caso cuales?
En los hechos, la libertad de expresión se cercena cuando hay censura previa: cuando alguien determina, leyendo previamente, lo que se publica o lo que no. Sea en el interior de un medio de comunicación, sea en desde el exterior de éste, desde un organismo de poder con capacidad de censura. Esto es típico en regímenes dictatoriales o fuertemente autoritarios. Las Constituciones suelen garantizar, empero, la libertad de expresión libre de censura previa.
Otra limitación no impide la publicación, pero castiga aquellas que transgredan la legislación vigente: en muchos países la legislación pena la apología del crimen, o del terrorismo, de ideologías con historia tristemente violenta (como en nazismo), o las expresiones que incitan al odio racial, religioso, o que manifiesten sentimientos xenófobos o discriminatorios a personas o grupos sociales por su orientación sexual, por ejemplo.
En este caso, las publicaciones de este tipo pueden ser penadas por la ley. Fue lo que sucedió hace no demasiado con el actor y cómico francés Dieudonné, que fue condenado no por haberse expresado, sino por haber hecho apología del terrorismo, que sí está penado por la ley por la legislación francesa.
Hay dos puntos controvertidos: el llamado “derecho al insulto” y “derecho a la blasfemia”. Todos sabemos en qué consiste un insulto. Quizá no todos conozcan en qué consiste una blasefemia
En el ámbito de las religiones, la blasfemia es el insulto o la burla a la divinidad o a sus símbolos. No es blasfemia, estrictamente hablando, un insulto o burla a las instituciones religiosas o a sus dignatarios, ni tampoco la crítica o la argumentación contra los dogmas, las doctrinas o las costumbres de determinada religión.
La blasfemia existe como tal en el ámbito religioso. Para quienes no comparten creencias religiosas, es una palabra de poco sentido. En un estado laico, no se suele legislar prohibiendo la blasfemia, porque para un estado laico esta palabra no tiene significado. Sí podría, el estado laico, (y digo podría, no digo que necesariamente lo haga o lo deba hacer) legislar prohibiendo insultos o burlas por razones religiosas, como lo hace o lo podría hacer por razones raciales, étnicas, por condición social, sexual, etc.
Lo que sí parece evidente es que para las personas profundamente religiosas (y mucho más para los fundamentalistas) una blasfemia es siempre una ofensa vivida con dolor e indignación.
Creo que nadie debería cuestionar el derecho a criticar y contestar un dogma religioso, una creencia, incluso la religiosidad misma. Esto puede causar en los destinatarios el desagrado que causa una opinión contraria en cualquier ámbito de discusión.
Pero me parece que hay algo que no podemos dejar de tener en cuenta: el ámbito religioso toca fibras muy profundas en el creyente. Es una realidad, quizá solo comprensible desde lo experiencial para el creyente. La psicología puede encontrar las motivaciones profundas de este malestar. Pero el malestar existe. Cuando más allá de una crítica racional, se ofende o se ridiculiza a la creencia y al creyente, se despiertan dolores, iras y sentimientos complicados.
Sostengo que hay que atender al menos a la dignidad de las personas, aunque para algunos las religiones no sean dignas, o sean causante de más males que bienes (cosa que constituye un discutible como para otro análisis). Hay que atender la dignidad de la persona creyente como tiene que atender (para poner otro ejemplo) a la dignidad de la persona transexual, quien no vea positivamente a la transexualidad.
No sé con certeza si la blasfemia debe estar prohibida por la legislación. Pero estoy convencido que la blasfemia ofende a los afectados de manera muy profunda, porque los banaliza. Por lo mismo, estoy convencido de que hay que ser muy prudentes, por consideración a la persona religiosa, con este tipo de expresiones. Y mucho más cuando las blasfemias ridiculizan o caen en lo grosero o grotesco.
Hay burlas que impactan en estructuras profundas de la psicoafectividad. Y más allá de que despierten reacciones (como lo dijo el papa Bergoglio con una boutade[1], cuando manifestó que quien se mete con “la mamma” puede esperar un puñetazo) generan dolor. Como cuando alguien se burla de un defecto físico de otro; o de alguna característica vergonzante o presumiblemente vergonzante de algún ser querido: un hijo homosexual, una hija con síndrome de down, una madre “escrachada” en un video íntimo, etc. La palabra tiene poder . Evoca, despierta sentimientos, tiene alto contenido simbólico.
Ivonne Bordelois[2], en un artículo que también suscitó polémica, dijo: “Hay leyes que no por no estar escritas son menos básicas e inamovibles: particularmente las leyes de la convivencia. Uno de los pilares fundamentales de estas leyes es la conciencia de que no cabe subestimar la importancia de ciertos símbolos, en particular los religiosos, para aquellos que los sustentan. Por tanto, las ofensas en este nivel no pueden ser trivializadas ni descontadas en aras de una libertad todo terreno”.  La pensadora agrega que “El laicismo que se considera, con justa razón, garantía de progreso en los Estados modernos no puede consentir ni consistir en degradar las expresiones religiosas que no atenten contra los derechos humanos, en especial cuando provienen en general de minorías explotadas económica y socialmente. El racionalismo puede también convertirse en la religión de la soberbia cuando considera a los creyentes en su totalidad como seres inferiores, supersticiosos e ignorantes”.
Algunos, como la misma Bordelois, apuntan también a una postura más estratégica que filosófica: “Azuzar con palabras e imágenes fuertemente ofensivas a un enemigo fanático, en momentos en que arde la contienda internacional, no parece la actitud más prudente ni esclarecida por parte de quienes se asumen como líderes intelectuales de la prensa europea. Ser mártir de la libertad de prensa no es incompatible con ser responsable de imprudentes escarceos al borde de un cráter dispuesto a estallar”[3]
Otros opinan que este tipo de expresiones, como las viñetas publicadas por Charlie Hebdó, ensanchan la brecha cultural y benefician a los extremistas de uno y otro lado. Fue lo que sucedió en este caso, después del atentado, cuando se virulentizaron tanto las reacciones antioccidentales en los países musulmanes, como los movimientos islamófobos en occidente.
Con respecto al “derecho al insulto”. Me parece que hay insultos e insultos. Algunos son razonablemente explicables, en el fragor de una discusión. Otros son despreciables, cuando se insulta por raza, color de piel, condición sexual, religión, etc. Y especialmente cuando se escudan en el anonimato que permite, por ejemplo, Internet.
¿Cuántas veces no escuchamos o leemos en las redes sociales barbaridades como estas?:
  • El holocausto no existió.
  • Los militares se quedaron cortos, matando 30.000. Deberían haber matado 1.000.000.
  • El pueblo judío no debería existir.
  • Que los que se droguen se droguen mucho, así se mueren de una sobredosis.
  • Me alegra el sufrimiento de los refugiados palestinos.
  • Los creyentes de cualquier credo son imbéciles.
  • Los izquierdistas tienen más corazón que cerebro, aunque su “corazón” sea, de cualquier forma, bastante pobre. Pero lo que es su cerebro, es inexistente.
  • Los negros son inferiores.
  • Habría que quemar todas las Iglesias, con los curas adentro.
  • Habría que quemar todas las sinagogas, con los rabinos adnetro.
  • Habría que quemar todas las mezquitas, con los ayatollas adentro.
Entre estas frases hay algunas que constituyen un delito tipificado: que es apología del delito o del crimen. Pero estas expresiones representan cosas que se piensan. Son horrorosas, pero hay quienes las piensan. La pregunta: Supongamos que una persona piense todas estas barbaridades. ¿Tiene derecho a expresarlas?

Y sin llegar a tal extremo: ¿existe el derecho a la violencia verbal, a la crueldad verbal (causar dolor con la palabra), a la provocación,  a la burla racista, a la burla o al insulto homófono,  a la burla al enfermo, a la difamación, a la injuria, a la calumnia, a la incitación a cualquier tipo de odio? ¿O hay que poner límites? Y si hay que ponerlos: ¿Cómo se establecen esos límites? ¿Quién debe establecerlos? ¿En base a qué consensos? ¿Qué se prohíbe y qué no?
Confieso que no tengo aún un juicio definitivo al respecto, por lo complejo del tema.
Pero así como existe un derecho positivo, cristalizado en la legislación, existe también un “derecho moral”, que se nutre de valores y convicciones justas. Y aunque haya cosas que, al no estar prohibidas, uno tiene derecho de hacer o decir, en razón del derecho moral, que sólo asumen como existente las almas grandes, deberíamos autolimitarnos.
Supongamos, como ejemplo, que alguien tuviera aversión a los redactores de Charlie Hebdó por distintitas cosas. Puede no haber, en la legislación positiva, ningún impedimento legal a que escriba en un blog o en donde sea:  “realmente estas muertes me alegran de corazón, aunque sean un crimen que debe ser castigado”. O sea: puede “tener derecho positivo” a escribirlo porque no es delito si no está prohibido. Pero no tiene derecho moral, porque estas expresiones lastimarían fuertemente a padres, hijos, esposas o esposos de los fallecidos.
Es un tema delicado y complejo. Y también difícil. Hay que entender que no hay valores universales, compartidos por todos, porque determinados valores que occidente pregona (aunque no cumpla siempre y cabalmente) no son compartidos en oriente. Aún en occidente hay visiones diametralmente opuestas al momento de opinar. Y también en oriente.
Pero hay cosas, estoy convencido, que no admiten discusión:
  1. Jamás deberemos aceptar el asesinato en nombre de Dios, en nombre de una idea, en nombre de una venganza, en nombre de diferencias raciales, sexuales, religiosas. Nuestra condena debe ser absoluta. Aún entendiendo que este mundo en que vivimos alberga mucha gente capaz de matar por todas esas cosas, en diferentes países y culturas. Incluso en la nuestra. Y la ley debe caer con todo su rigor con quienes ejercen venganzas como la increíblemente desproporcionada reacción del fundamentalismo en el caso de Charlie Hebdo.
  2. Existe además un derecho inalienable: la de profesar una creencia religiosa, o la de ser ateo e ignorar la cuestión religiosa, sin que esto implique dificultades para quien cree una u otra cosa. Nadie debe ser perseguido, encarcelado, violentado o injuriado por creer o por no creer.
  3. El derecho a profesar una fe no incluye, ciertamente, el “compelere intrare”, obligar a los demás a compartir esta propia visión.
  4. No existe el derecho a sembrar el terror para obligar a otros a pensar o actuar de alguna manera.
  5. La libertad de expresión es una conquista que debe ser resguardada, dentro de la legalidad vigente.
Queda abierta la otra cuestión: la de la “libertad al insulto o a la ridiculización o a la ofensa”. Que debe seguir siendo analizada desde la perspectiva de la racionalidad, de la perspectiva histórica e historicista, y fundamentalmente desde el supremo interés del bien común.
Pero creo que, aún cuando no exista legislación sobre la materia, debemos abstenernos de caer en la tentación de ofender, de causar dolor con la palabra, tanto en el ámbito de las creencias religiosas como en otros muchos ámbitos que impactan en lo profundo de la intimidad del otro. El respeto a la dignidad del otro, antes aún que un derecho, es una obligación moral.  
Agradeceré cualquier juicio que me ayude a completar, y aún a modificar estas convicciones, si tiene la fuerza argumentativa necesaria.



[1] Boutade: expresión cómica que se usa para ilustrar un concepto.
[2] La Nación, 13-1-15, “Otra mirada sobre Charlie Hebdo”.
[3] La Nación, 13-1-15, “Otra mirada sobre Charlie Hebdo”.