miércoles, 12 de abril de 2017

Plazas llenas y manifestaciones. Vuelvo a publicar algo que escribí hace diez años atrás.

Todo fanatismo comienza o al menos se fortalece con el hecho de confundir una parte con el todo. Sucede cuando alguien ve una porción de la realidad y juzga que es la única, o la más importante.

El fanático no tiene la facultad de ver que existen otras partes de la misma realidad, quizá con la misma importancia, o quizá con menos o más. No importa esto último: lo importante es que hay otros aspectos de la realidad que, con los ojos del fanatismo, no se pueden ver, o quizá se ven pero se niegan (y esto es peor).

En las contiendas como la que aflige hoy a los argentinos, e independientemente de las razones que asisten a unos y a otros (que las hay, de ambos lados, y esto es lo que hace complejo al problema), se ve un poco de esta mecánica que apuntaba en el párrafo anterior en la curiosa importancia que las partes en pugna le dan a la expresión de la gente en las manifestaciones. Y aquí también se puede confundir la parte con el todo. La confunde el líder político que desde un balcón o un palco interpreta que una plaza llena representa a todo un pueblo, y la confunde el líder de una protesta que interpreta lo mismo cuando los que manifiestan son los que apoyan los reclamos.

Unos y otros pecan de parcialidad cuando se dejan llevar por la fuerza de su deseo. Los manifestantes de una u otra postura; de cualquier postura, no representan al todo social en una manifestación. Aún cuando la manifestación se multiplique en muchas ciudades. Las manifestaciones no cuantifican la voluntad popular.

Seguramente lo saben quienes disfrutan de refregar su poder de convocatoria (real o ficticio) a sus adversarios. Seguramente saben que están mostrando una parte como si fuera el todo. Sería entonces importante que si lo saben, no lo hicieran.

Una manifestación popular, sea de “descamisados” o sea de “agrarios” o de “caceroleros de clase media-alta” constituye la expresión de un grupo. Constituye un signo. Significa y manifiesta a una parte de la población.
Ciertamente que si la manifestación es auténtica, y si convoca a cien mil personas, da a entender que, por proyección, son muchos los que piensan como los que manifiestan. Y que si los convocados o los autoconvocados son cien, tienen mucha menos representatividad.

Pero la cosa es que, como tal representatividad no es mensurable, las manifestaciones no deben ser tenidas demasiado en cuenta a la hora de tomar decisiones. Ayudan, sí, a tener idea del apoyo o el rechazo popular. Pero no expresan la voluntad de todos, ni cuantifican el porcentaje de adhesión o rechazo a determinada política. Perón solía preguntar a la gente reunida en Plaza de Mayo, cada primero de mayo, si estaban conformes con el rumbo del gobierno. La respuesta era, naturalmente, un sí rotundo. Pero este sí placero no es ni puede ser nunca vinculante. Porque en esa plaza hay siempre una parte, no el todo.

Solo la pregunta concreta hecha a la población a través de un acto plebiscitario nos daría la información real sobre la aceptación o rechazo popular a determinado asunto o medida. Pero es imposible plebiscitar toda cosa. Además, la población en su conjunto no es especialista de los temas disputados. Muchas veces votará por razones afectivas, dogmáticas o por lo que entiende (que suele ser una parte) de lo que escucha.

Por lo mismo, es siempre el Congreso el lugar de la discusión, del debate, de la exposición de razones.

Un congreso sin trabas. Un Congreso sin obediencia debida. Un Congreso que represente los intereses de todos. Los de la gente del interior y los de los centros urbanos. Los de la industria y los del campo. Y la gente común, los profesionales, los empleados, las amas de casa, los jubilados, los estudiantes.

Un Congreso que defienda, con preferencia, los intereses de los que no tienen fuerza de presión: los indigentes, los postergados, los pobres. En este sentido, el Congreso puede verse obligado a enfrentar a cualquier grupo o sector en aras del bien común, que es siempre superior al bien individual.

Una palabra final, volviendo al tema de las manifestaciones: un líder, cualquier líder que se enfrenta a una lluvia de vítores por parte de una multitud manifestante, debe tener los pies muy bien apoyados en la tierra. Las multitudes marean a quienes no tienen un buen par de pies. El riesgo es que por un momento, al menos, el líder obnubilado confunda el todo con la parte, y hable de más. Y al hablar de más, rompa cosas que luego serán difíciles de pegar.

viernes, 13 de enero de 2017

Mínimo y provisional aporte a un debate que se viene

Mi opinión, que puede estar equivocada, lo admito de antemano, respecto del debate sobre la baja de la edad de la imputabilidad.


Entre meter preso a un menor de 14 o 15 años que mata o viola mandándolo a una cárcel común, junto a delincuentes comunes, y dejarlo libre porque es inimputable, tornándolo a su ambiente por lo general iatrogénico, desde donde puede volver a delinquir poniendo en riesgo a otros, hay una enorme distancia, habitable por el sentido común. En estos dos extremos, el menor no tiene posibilidad de cambiar su vida, que continuará sumergida hasta que muera por bala o paco. Por eso creo que el debate que se viene tiene que moverse en el amplio margen que hay entre estos dos extremos. Es un chico, sí. Pero es un chico peligroso. Dos cosas. Tenemos que atender que es un chico, y que por lo tanto puede redimirse, y que es peligroso, y por lo tanto puede seguir causando daño. Hay que atender LAS DOS COSAS. Por eso el Estado (porque la familia ya ha fracasado con él) tiene que proveer medios adecuados para quitar su peligrosidad y darle algún sentido a su vida. No es fácil. Conozco establecimientos estatales en donde los internos (por drogas o delitos) están abandonados a la mano de Dios. Sin adecuada atención. Por eso hay que pensar y organizar todo (o al menos muchas cosas) de nuevo. Y dar lugar, incluso, al trabajo de profesionales voluntarios, que colaboren a la par de los rentados. No podemos dejar a estos chicos delincuentes en libertad descontrolada, porque se transformarán de adolescentes asesinos en adultos asesinos. Y seguirán asesinando. Pero tampoco podemos frizarlos en la categoría de “definitivamente perdidos”. ¡Son chicos! Chicos jodidos, pero chicos. Al menos hay que intentarlo, con todas las fuerzas posibles. Obviamente que no se los puede mandar a cárceles comunes. Ni mezclarlos con adultos delincuentes. Y ni siquiera hacinarlos junto a otros menores delincuentes. Porque se realimentarán en rencor y resentimiento. No sé, no soy especialista y aún no he analizado a fondo el tema. Pero hay que buscar otras opciones. Tiene que haberlas. Para que puedan rescatar sus vidas y darles sentido; para que no sigan siendo peligrosos; para que alcancen una redención social, a la que todos tenemos derecho.

¡Chau, 2016! ¡Has sido un gran año, gracias por tanto! O: “Andate de una vez, 2016 de mierda!”

Típico de leer en las redes sociales cada fin de año.
Es clarísimo que nadie (o casi nadie) cree que son “los años” los que configuran nuestra suerte o desdicha. Podemos contabilizar el devenir en meses, años, lustros, decenios. Lo que fuera. Son siempre mediaciones. Mediaciones útiles: nos permiten repasar qué sucedió en un período de tiempo; que ganamos y qué perdimos; qué errores y aciertos tuvimos; que no hicimos que pudiésemos haber hecho; en fin: balances que sirven para ajustar.
Pero los pobres años (que son medidas basadas en el movimiento de la tierra en su órbita alrededor del sol, y que tanto trabajo les dio a los matemáticos para hacer un calendario aceptablemente preciso) no tienen la culpa de lo que nos pasa. A veces la culpa (o el mérito) pertenece a causas fortuitas. O a errores y malas decisiones. O aexcelentes decisiones. O a nuestro trabajo o nuestra desidia. A vecs, también y lamentablemente, a los que nos hacen daño de diversas maneras.
Pero no culpemos a los años, salvo como ironía. Más bien analicemos, en nuestro balance, qué cosas pudieron salir mejor si hubiésemos actuado de otra manera. Para que cada año represente un crecimiento.
Defiendo los balances. Pueden ser espacios de revisión fructífera.
Hay quienes hacen estos balances en su cumpleaños, reflexionando sobre cómo les fue en el año transcurrido desde el cumple anterior. Pero lo más frecuente es hacerlos a fin de año, ya que en cada año calendario se nos abren algunas oportunidades asociadas al cambio de año, especialmente en ambientes académicos: anotarnos en una carrera, dar exámenes que debemos; etc. A veces, enero y parte de febrero son meses más distendidos, que nos permiten descansar y planificar, por lo que marzo se transforma en un mes de comienzos nuevos. Además muchos proyectos comienzan con el nuevo año, aún en instituciones y ambientes laborales. Además, el cambio de año tiene todo un contenido simbólico, y los seres humanos nos movemos mucho (muchísimo!) en el ámbito de lo simbólico. De modo que no creo que esté mal hacer balances y proyectos en esa fecha, aunque por supuesto que los ajustes en nuestra vida no necesitan (y en oportunidades no deben) esperar a fin de año.
¿Compartir balances y proyectos en redes sociales? Bueno, como muchas otras cosas, no es demasiado moralizable. Cada quien tiene su jardín como le gusta. Yo, en lo personal, no lo hago. Cada fin de año comparto en privado un relato de lo que hice, lo que me salió bien y lo que me salió mal con mi gente muy querida. Algunos con los que me veo seguido y por tanto saben todo lo que cuento en ese balance, no lo leen (porque es largo). Otros que están lejos, o no nos vemos tanto, quizá se interesen en saber en qué ando y lo lean. Pero no comparto estas cosas tan personales en muros públicos. Porque no quiero que cualquiera sepa cómo me va, y porque a nadie (salvo mis afectos) debería interesarle cómo me va, y de hecho a pocos le interesa. No critico, sin embargo, a los que eligen hacerlo. Aunque hago una salvedad: en algún punto, las redes sociales, a algunos, los ayuda a creer que son celebridades y que a todo el mundo le recontrainteresa lo que publican. Y heneralmente no es así. Y en realidad esto es una gran noticia. Porque por más que la fama sea una de las cosas que más se buscan, no hay nada como la privacidad y la tranquilidad doméstica para tener una cabeza bien ordenada. Buen año a todos.