miércoles, 16 de abril de 2008

Violencia en la escuela

El estado de la cuestión

En los últimos tiempos los medios de comunicación han informado sobre una serie de acontecimientos relacionados con la violencia escolar, a través de casos de agresiones llevadas a cabo por niños y jóvenes en contra de docentes, directivos y otros alumnos. El siguiente es un resumen de los casos más importantes:

El 4 de marzo, en el IPEM de Córdoba, dos ex alumnas de la Institución agredieron a una estudiante de 15 años, golpeándola y cortándole la cara con una trincheta.
El 27 de marzo, en uno de los hechos más graves, un joven alumno de 17 años, llamado Richard, mató con tres puñaladas a otro joven de 18, de nombre Jonatan Otero, de resultas de una pelea en clase. Según testigos, jamás demostró arrepentimiento.
EL 28 de marzo, en Santiago del estero, una alumna del Bachillerato N° 2 Perito Moreno, de 13 años, fue atacada brutalmente por cuatro compañeras.
El 31 de marzo, en San Isidro, dos alumnas de la escuela Cosme Beccar golpearon a otra alumna de 13 años, llamada Priscila, que tuvo que ser internada en un sanatorio donde estuvo por espacio de cinco días. Durante la agresión, otro grupo de chicos “alentaba” a las agresoras, y trataba de impedir que se acercaran adultos a auxiliarla. Dicen que le pegaron porque “era linda”. Muy similar a otro caso que tuvo lugar en noviembre de 1999, cuando dos alumnas de entre 17 y 19 años del Instituto Provincial de Enseñanza Media 169 de Córdoba le cortaron la cara con una trincheta a otra chica, también por “ser linda”. O al otro caso más cercano, de septiembre de 2005, cuando un grupo de chicas de ¡11 años! de la Escuela N° 9 de Villa Lugano golpearon a una compañera hasta que ésta perdió el conocimiento, diciéndole que le pegaban “porque te hacés la linda y sos tonta”. No hubo sanción para las chicas atacantes.
El 1 de abril un alumno de la Escuela de Educación Secundaria N° 3, de La Plata, de sólo 12 años, golpeó y pateó a su docente de Lengua Nacional cuando ésta salía de la escuela. El chico –que tenía numerosos antecedentes de mala conducta- había pedido permiso a la maestra para salir de clase a ver a su hermana que le había llevado dinero. Autorizado a hacerlo, el menor en cambio salió del colegio para ir a un quiosco. Cuando regresó, la docente y la directora del establecimiento retaron al alumno, que quedó resentido. A la salida, la esperó y le pegó trompadas y patadas. La docente, Marcela Amado, de 58 años, manifestó que la hermana del agresor le dijo: “andate, porque si no te va a ir peor”. Según la madre del menor, entrevistada por los medios, la docente había tratado a su hijo de “falopero”, y que por lo mismo “cuando salió de la escuela, fue y le pegó. Actuó como debía actuar –dijo orgullosa la madre-. Y lo que voy a hacer yo con mi hijo es problema mío”.
El 3 de abril, en Wanda (Misiones), un adolescente de 15 años mató a un compañero del Normal Superior N° 9, de nombre Diego Núñez, de 16, clavándole un cortaplumas en el corazón.
Ese mismo día hubo un caso de amenazas con arma de fuego por parte de una alumna de Magisterio hacia una compañera.
También ese mismo día, en Mar del Plata, un alumno de 16 años insultó y pateó a la Directora del Instituto Julio Cortázar, Patricia Forte, cuando ésta le anunció la sanción disciplinaria que recibiría por sus reiterados problemas de conducta.
Para finalizar la crónica de este día trágico, una niña de 12 años atacó con una trincheta a otra niña de 11.
El 7 de abril el joven Kevin Leguizamón, de 15 años, fue atacado por un grupo de adolescentes en momentos en que se disponía a entrar en su escuela, la Media N° 6 de San Isidro. Primero lo atacó un chico de 16 años con conocimientos de boxeo, que lo tiró al piso de una trompada. Ya en el piso, el chico fue pateado con saña y golpeado por unos diez chicos más. Terminó internado en un sanatorio.
El mismo día una alumna de 14 años de la escuela N° 103 Raúl Humberto Záccaro, de la Ciudad de Paraná, Entre Ríos, fue golpeada duramente por un grupo de compañeras que, además, amenazaron cortarla con un bisturí. Según trascendidos, fue agredida por “ser linda”.
Otro caso tuvo lugar el mismo día en un secundario de Villa Mariano Moreno, en Las Talitas (Tucumán) cuando un alumno de 16 años fue agredido a patadas y trompadas por otro estudiante, provocando su hospitalización. La causa habría sido que el agredido defendía a sus compañeras de las bromas subidas de tono que les hacían otros chicos. Uno de ellos se cansó de esta actitud y atacó al menor.
El 8 de abril dos alumnas de 13 años de la secundaria N° 11, de La Plata, se enfrentaron a golpes en una plaza luego de discutir y amenazarse dentro del aula, por causa de unas prendas de vestir.
El 9 de abril un joven de 17 años, Carlos Daniel González, fue herido de dos puñaladas por Diego Benítez, de 19, en el baño de la Escuela Técnica N° 1 Juana Manso, de Corrientes. El agresor quiso ser linchado por otro grupo de alumnos, debiendo intervenir las autoridades de la escuela para rescatarlo.
El mismo 9 dos chicas de 14 y 15 años estaban peleando en la vereda de la escuela secundaria IPEM 325 Manuel Belgrano, del barrio Argüello Norte, en Córdoba, cuando otra chica que pasaba por allí se detuvo a mirar, y luego de que una de las que peleaban le espetara “¿Y vos qué mirás?”, ambas dejaron de pelear y se abalanzaron sobre la testigo, golpeándola mediante trompadas y patadas, y la hirieron con una trincheta que llevaba una de las atacantes.
El 10 de abril un joven de 16 años de un colegio de Villa Svea, en Oberá, Misiones, fue atacado por dos compañeros que lo golpearon salvajemente en el rostro, rompiéndole el tabique nasal. Hubo de ser internado.
En algunos de los casos citados, no hubo muestras de arrepentimiento por parte del agresor.

Algunos de los episodios fueron filmados por otros alumnos mediante el uso de teléfonos celulares con cámara, y luego los videos resultantes fueron publicados por ellos en el sitio de video público Youtube. En agosto de 2007, alumnos de la Escuela de Educación Técnica 468 de Rosario destruyeron un aula mientras filmaban los desmanes, video que fue luego subido a Youtube en donde algunos de los comentarios de otros chicos eran del siguiente talante: “Genios” “K-pos” “Qué grandes” y otros por el estilo.
Hace algunos años, la sociedad se vio sacudida por la noticia de una matanza protagonizada por un joven de 16 años sobre sus compañeros con un arma de fuego, en Carmen de Patagones, ocasión en la que murieron 3 chicos y sufrieron heridas de consideración otros cinco. El año pasado, el 30 de septiembre, un chico de 12 años mató a cuchilladas a un compañero. Tenía pensado matar a dos más. Nunca se arrepintió.

Una realidad innegable es que en muchas oportunidades los chicos llevan hoy armas a la escuela. Armas blancas, en mayor medida. Armas de fuego, en casos puntuales y extremos.
Una encuesta realizada por el Ministerio de Educación de la Nación a través de un trabajo conjunto llevado a cabo por la Universidad Nacional de San Martín y el Observatorio de la Violencia en las Escuelas, que relevó a una población de 60.000 alumnos de entre 9° EGB (13/14 años) y 3° Polimodal (17/18 años), 75% de los cuales pertenece a la Escuela Pública, y el 25% a la Escuela Privada, muestra que el 10,8% de los alumnos manifestó haber sido amenazado alguna vez por un compañero. El 8,3% manifestó haber recibido golpes y otras agresiones; el 30% de los encuestados admite que hay violencia en la escuela. El 70,6 % fue testigo de una agresión física dentro de la escuela. Y un 26% dijo haber visto a otros alumnos con armas blancas o de fuego dentro del establecimiento escolar.
Las agresiones, como ya lo hemos dicho, abundan también en el ámbito digital. La facilidad con que se pueden hoy hacer páginas de internet y subirlas a la red, o simplemente los blogs, o la posibilidad de subir videos a sitios como Youtube o Google Video, les dan a los chicos la posibilidad de continuar (y a veces comenzar) sus peleas por medio de estos recursos digitales. Esto agrega un dato inquietante: la violencia no es sólo ni principalmente vertical, esto es, intergeneracional. Hay una violencia horizontal inusitada, un “odio entre pares”, una competencia por lugares sociales que lleva a enemistades que autorizan a todo. Es una violencia sin ideología.
También es importante, por sus implicancias en la percepción de los menores, los conflictos que se producen entre docentes y autoridades de las escuelas y los padres de los alumnos. Un estudio llevado a cabo por la Universidad de Buenos Aires, de 2007, sostiene que uno de cada diez incidentes en la escuela ocurre entre docentes y padres.

Hasta aquí un sucinto detalle de algunos hechos. ¿Qué Escuela puede decirse honestamente “a nosotros no nos va a suceder nada de esto? ¿Qué padre o madre puede decir: “Mi hijo nunca va a tener una actitud violenta”?
Creo que la cuestión tiene la suficiente gravedad como para que nos ocupemos de él desde una perspectiva preventiva.

¿Es nuevo este problema?

En todo tiempo ha habido casos de violencia escolar. Quizá ahora asistimos a una escalada de hechos que sorprenden y alarman por su reiteración y su violencia inusitada. Entre los casos citados, hay dos muertes. Y pudo haber otras consecuencias trágicas.
El problema, entonces, si bien no es nuevo alcanza en nuestros días una gravedad que nos debe llevar a ocuparnos del mismo no para escandalizarnos sino para reflexionar de qué maneras puede la Escuela, en sintonía con los padres de alumnos, ejercer una labor anticipadora y preventiva.

Definición del problema

Llamamos violencia escolar a la violencia de todo tipo (física, actitudinal o verbal) que es ejercida por alumnos contra docentes, directivos, padres de alumnos u otros alumnos, y la que docentes, directivos y padres de alumnos ejercen sobre los alumnos, dentro del encuadre escolar, que no se reduce a los edificios y espacios de la escuela sino que se extiende a todo ámbito relacionado a ésta: campamentos, convivencias, viajes de estudio, reuniones, etc.

La violencia juvenil: multicausalidad

¿Cómo aprenden los chicos a resolver los conflictos por medio de la violencia? En primer lugar deberíamos reconocer que la vía violenta para resolver conflictos está en la pesada herencia de la raza, que va emergiendo de la prerracionalidad en un proceso lento y gradual cuyas etapas anteriores no quedan del todo neutralizadas. En cada individuo, la educación debe posibilitar tanto la incorporación de conductas sociabilizadoras como la neutralización de las que no lo son, como por ejemplo la tendencia a usar la violencia para la resolución de los conflictos.
En el origen de estas actitudes violentas por parte de niños y adolescentes debemos buscar, creo, varias cosas, entre las cuales propongo las siguientes:

Ausencia de valoración negativa por parte de padres o substitutos (y de los adultos en general) frente a los ejemplos de violencia que el chico percibe en la sociedad.
Resolución violenta de conflictos por parte de padres o substitutos, que actúan como conductas ejemplificadoras y formativas.
Estados de angustia, insatisfacción o malestar existencial derivados de la situación que el chico vive.
Necesidad de afirmar de una manera inadecuada su yo y su lugar de inserción en el grupo de pares.

No se pueden obviar, tampoco, otros elementos causales concomitantes:

La violencia social que se instala progresivamente, y que el chico percibe: piqueteros con caras cubiertas y palos en las manos. Dirigentes ruralistas con escopetas en los piquetes del campo. La violencia de D’Elía y Pérsico desalentando manifestaciones opositoras en Plaza de Mayo. El guardaespaldas “Madonna” Quiroz disparando sobre una fracción contraria a su militancia sindical. Violencia inaudita, reiterada y casi siempre impune en las tribunas de fútbol dominadas por los “barrabravas”. Violencia popular en episodios de justicia por mano propia con ataques y quemas de comisarías para exigir el linchamiento de determinados presuntos delincuentes. Violencia popular de reacción frente a servicios públicos defectuosos, como los casos del tren incendiado en Haedo en 2006, los desmanes en Constitución de 2007, o los recientes disturbios, agresiones y roturas en aeropuertos por los recurrentes retrasos en los horarios de los vuelos. Estos hechos, y muchos más, constituyen el marco violento de una sociedad en donde también es violento el estilo de conducir de los argentinos, la forma de reclamar derechos reales o presuntos, y muchas cosas más. Y los chicos lo ven. Lo ven en los medios, que con múltiples cámaras se encargan de registrar estas cosas hasta en sus más mínimos detalles. Lo ven, a veces, en la actitud de sus padres, que se dejan ganar por esta escalada violenta. Y por lo mismo, incorporan estos códigos a su forma de convivir.
La impunidad que acompaña muy frecuentemente a los hechos de violencia, no solo en relación al crimen o el delito, sino a hechos de violencia reivindicativa ejercidos por gente común.
Cierta valorización de la vía violenta que aparece en una parte del periodismo, que muestra los excesos pero no los condena.
Videojuegos violentos, que incluso se estructuran poniendo como condición para ganar la destrucción de los oponentes.
Relativización de valores sociales contenedores y formativos: solidaridad, respeto, compasión, convivencia.

No obstante lo dicho, hay que tener en cuenta también que en muchos casos la violencia de los chicos constituye un fenómeno de reacción frente a la violencia real que se ejerce contra ellos, como el maltrato de los padres (padres alcohólicos, golpeadores, adictos a substancias psicoativas, etc), el maltrato verbal o actitudinal por parte de algunos docentes y esa violencia percibida como tal que se desprende de situaciones de pobreza, marginación, discriminación por la condición socioeconómica, color de piel o lo que fuera, etc. Resulta comprensible que un chico que sufre toda clase de carencias materiales, que come mal, que percibe las diferencias entre sus posibilidades futuras y las de los chicos de los sectores mejor posicionados, que además no dispone quizá de contención afectiva y de ejemplos valorativos y que en determinado momento tiene la sensación (fundada o no) de que se conculca algún derecho suyo, real o presunto, reaccione violentamente.

Por otro lado, la familia actual, muchas veces, no contiene, orienta o educa. Hay muchas familias escindidas. Hay padres demasiado jóvenes, que tuvieron a sus hijos siendo adolescentes, y que por lo mismo no están enteramente capacitados para la tarea formativa.
“Estoy convencida de que en el siglo XXI las faltas de los adolescentes son faltas de todos nosotros no solo como padres, sino también como miembros de la sociedad que hemos creado para cobijarlos –dice la escritora y periodista Mori Ponsow en un interesante artículo-. Los adolescentes de hoy son hijos de padres que ahora rondamos los 40. Nuestra generación se rebeló contra todo tipo de tiranías, desde las familiares hasta las políticas. Nuestra bandera fue siempre la libertad, y así educamos a nuestros niños: convencidos de que la libertad y la igualdad son valores supremos. Por eso, a diferencia de cómo fuimos criados, al convertirnos en padres preferimos razonar con los chicos antes que castigarlos, velar por su felicidad antes que por su integridad moral, y dejarlos elegir antes que sentirnos tiranos[1]”.
Si estas palabras reflejan la forma de ejercer el rol formativo de muchos padres urbanos actuales, reflejan una situación preocupante, que es la reflexión inacabada o errónea que este hecho desnuda, ya que si bien libertad e igualdad son realmente valores supremos, la libertad nunca es absoluta, ya que está regulada por el bien común (no puedo ejercer mi libertad contra los derechos, la integridad y la dignidad de los otros), y la igualdad es igualdad de dignidad, de oportunidades, de derechos legales, pero no igualdad de rol, ni de realidad existencial. Si la igualdad fuera absoluta en el ámbito del rol, entonces desaparece la relación educativa.
Por otro lado, se olvida de que los chicos no tienen armado el ámbito de la socialización y la convivencia, y tienden por lo mismo a ser egoístas y a mirar primariamente por sus intereses, lo que, si lo sumamos a su incompleto andamiaje conceptual, nos permite concluir en que podemos razonar con ellos… pero hasta cierto punto. Teniendo en cuenta la disparidad de capacidades, y la relación no proporcional que existe entre el adulto y el chico.
Podemos decir, en tercer término, que velar por la felicidad de los chicos no se opone a velar por su integridad moral. Antes bien, diríamos que la integridad moral es uno de los elementos que hacen posible la felicidad. Por último, es necesario recordar que quienes son por esencia inmaduros van adquiriendo gradualmente su capacidad para elegir bien. En una palabra: cualquier chico puede elegir, pero es probable que elija mal, porque no tiene aún la capacidad de considerar objetiva y serenamente todos los aspectos de un problema. Por lo cual la capacidad de elegir también debe ser educada, y ha de ser gradual y proporcional al grado de madurez que se va conquistando, la libertad para elegir que el chico debe gozar en los temas más importantes.
Muchísimos chicos llegan a la escuela, entonces, con serios problemas de disciplina que comienzan en sus casas y con fuertes carencias de los límites más elementales, como el cumplimiento de horarios y pautas de conducta.

Caminos de solución

Hasta aquí el diagnóstico y un análisis ciertamente incompleto de los múltiples factores que enmarcan y motivan las conductas violentas. Pero debemos buscar caminos de solución desde nuestro “ser adultos” y “ser educadores”, sin olvidar empero que la inmensa mayoría de las escuelas no registra en lo cotidiano hechos de violencia, porque la inmensa mayoría de los alumnos viven su escolaridad en paz y armonía con docentes y compañeros.
El primer aspecto a tener en cuenta, me parece, es comprender la condición creciente de niños y adolescentes. Son chicos, están transitando un camino de maduración, y por lo mismo muchas veces no están al timón de sus vidas. Son capaces de agresiones gravísimas por “una mirada” o cosas menores. Construyen enemistades mortales que recuerdan a las absurdas e irracionales enemistades que se gestan en el ámbito futbolístico, en ambientes de poquísima autocontención como son las “barras bravas”.
Son chicos, pero a veces son causa de problemas grandes. Por ello es necesario abordar la cuestión. Desde la mirada adulta, que no puede abdicar de esta obligación. Precisamente porque “son chicos”.

La necesaria tarea de mostrar los límites

Es tarea inabdicable por parte de los adultos mostrar los límites a los chicos. Digo mostrar porque los límites no se crean: se muestran. Aunque a veces sea necesario imponer el respeto de esos límites que existen por la condición social y comunitaria de nuestra vida.
Los límites enmarcan. Constituyen una posibilidad de ser. Hay, a veces, límites enojosos para los chicos, y que realmente no tienen mucha razón de ser, como cuando los adultos les queremos imponer nuestros gustos personales para que ellos los encarnen. Por ejemplo: el pelo largo, por citar un caso emblemático. Pero los límites razonables, que tienen que ver con horarios, con tiempos de estudio, con el respeto debido a los demás, con el consumo de alcohol, son límites que protegen a los chicos y los ayudan a construir su mismidad desde la convivencia.
Pero no alcanza meramente con mostrar los límites: es necesario motivar su aceptación e incorporación. Hay una legalidad objetiva, que es la que los distintos ámbitos comunitarios (la Nación, las Instituciones, la Escuela, etc.) instituyen a través de los mecanismos legítimos para establecer normas vinculantes a sus integrantes. Pero hay también otra legalidad, que llamo legalidad subjetiva, que es aquella que se inscribe en el interior de las personas, y que la psicoanalista Miriam Mazover sostiene que se vive internamente a través de una ley simbólica[2]- La legalidad subjetiva, en la práctica, puede incorporar la legalidad objetiva, pero también puede ignorarla. La legalidad subjetiva es mucho más fuerte que la objetiva, ya que la objetiva, cuando está en oposición con aquella, sólo se cumple cuando hay temor por las consecuencias del incumplir.
Por lo mismo, es imperativo ayudar a los niños y jóvenes a internalizar una legalidad subjetiva que incorpore aquellas normas de convivencia que establece la otra, la objetiva. El niño y el adolescente deben comprender que para vivir con otros es necesario cumplir normas, renunciar a determinadas cosas y hacer determinadas otras. Deben comprender que ninguno puede desentenderse de la sociedad porque recibe muchas cosas de ella. De hecho, todo o casi todo lo que constituye interés por parte de niños y jóvenes, lo recibe de la sociedad: comida, entretenimiento, comunicaciones, Internet, caminos, construcciones, establecimientos de salud, etc. etc.
Es la acción de los adultos, y especialmente de los adultos significativos (padres, docentes, dirigentes deportivos, sociales, religiosos) la que puede ayudar a los jóvenes en la tarea de ir armando su legalidad subjetiva en consonancia con la legalidad objetiva. Y esta tarea no sólo se realiza a través de la palabra, sino y fundamentalmente a través del ejemplo de cómo nosotros, los adultos, vivimos la legalidad. De nada sirve hablar de cumplir las normas de conducta si ignoramos los semáforos en rojo frente a nuestros hijos, o en la conversación familiar manifestamos abiertamente cómo incumplimos todo tipo de normas y compromisos.
Los adultos deben pues cumplir su rol en relación con los niños y jóvenes que les están encomendados.
¿Por qué cuesta tanto trabajo poner límites? Hay muchas causas, y exceden el propósito de este artículo. Vuelvo a citar a Mori Ponsowy: “¿A qué obedece nuestra pasividad? En primer lugar creo que tenemos miedo en convertirnos en los tiranos que siempre juramos no ser. En segundo lugar, también tenemos miedos de criar niños inadaptados si rechazamos con demasiado fervor las costumbres del grupo al que ellos pertenecen… estamos cansados y aturdidos… nos callamos ante nuestros hijos y los dejamos hacer… no somos inocentes: evitando la tiranía, nos hicimos cómodos[3]. Es una reflexión que se puede compartir o no. Creo que hay más cosas. Pero que hoy existe una carencia de límites por parte de muchos de los padres, es algo innegable.
Es posible, además, percibir en nuestros días una necesidad imperiosa, por parte de muchos adultos, de sentirse eternamente jóvenes. Y esta necesidad los lleva a “adolescentizarse”, para lo cual abandonan determinadas tareas que les competen, como la de establecer y hacer respetar los límites. Los adultos deben poder decir que “no”, cuando el “no” es necesario. ¡No hay que olvidar la función protectora de la mayoría de los “no”! Olvidarlo implica caer en el despropósito de abandonar la función protectora que los adultos tienen sobre los menores que les son encomendados.
La actitud permisiva, por otra parte, desdibuja el campo de posibilidades de inclusión positiva en los niños y jóvenes.

No es necesaria ni conveniente una actitud autoritaria o represiva. Es necesario en cambio el “hacerse cargo” que implica la crianza, familiar o escolar. Para ello, se imponen algunas tareas urgentes, tanto en la sociedad como en la familia y en la Escuela. En los tres se impone una tarea urgente, que consiste en reinstalar en la consideración de todos algunos conceptos básicos:

Reinstalar y vivir auténticamente los conceptos de tolerancia y respeto por las diferencias.

Reinstalar el concepto de autoridad, que forma parte de la esencia de la organización comunitaria cuando aquella es legítima y es ejercida como un servicio, sin crueldad ni autoritarismos. La autoridad de padres y educadores es legítima y es justa. Constituye la condición de posibilidad del proceso de socialización y de inclusión comunitaria de las nuevas generaciones.

Esta autoridad tiene distintos fundamentos, el primero de los cuales es el rol. Los niños y jóvenes deben comprender que determinados roles, en cualquier tipo de organización social, están acompañados de un contenido de autoridad que es imprescindible para el cumplimiento de ese rol, y que tal autoridad no es arbitraria sino delegada por la comunidad sobre aquél que debe cumplirlo.
A este fundamento digamos formal y objetivo de la autoridad, deben agregársele otros que se desprenden de las características de la persona que la detenta, y que por ello podríamos llamar subjetivos: idoneidad, confiabilidad, coherencia entre lo que se dice y lo que se hace.

En el ámbito de la familia

Los padres deben aceptar que cualquier chico puede caer en determinado momento en actitudes violentas. Deben entonces desarrollar una mirada preventiva y atenta a cualquier signo que anticipe este tipo de cuestiones. La escucha atenta a lo que los chicos expresan y cuentan es una vía privilegiada.
Pero deben también valorar la realidad frente a sus hijos, condenando los hechos de violencia que los medios nos muestran cada día. Esta palabra ponderadora ejerce una fuerza formadora que debe justipreciarse. Han de enseñarles a sus hijos que los conflictos se resuelven a través del diálogo, de la capacidad de ponerse en el punto de vista del otro, de la capacidad de entender que en un conflicto todos deben ceder un poco para que todos ganen.
Es menester, por supuesto, que haya en la conducta de los padres coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Hablar contra la violencia, y luego ejercerla en el tránsito, en el barrio, en la vida cotidiana o en la vivencia familiar, produce estragos en la credibilidad y la fuerza educativa de la palabra proferida.
Los padres deben además comprender y aceptar que no hay educación posible si no se materializa una alianza entre familia y escuela. En muchos, demasiados casos, los padres optan por formar una alianza de defensa con sus hijos en contra de los docentes y la escuela, independientemente de lo que haya hecho el chico. Con frecuencia se escucha de padres frases como esta: “No importa lo que haya hecho mi hijo: yo lo banco a muerte”. Esta actitud irresponsable es el principio de la desaparición de la autoridad docente.La madre del chico de 12 años que golpeó a su maestra de 58, reporteada por los medios, defendió a su hijo, presuntamente insultado por la maestra. Por ello, “cuando salió de la escuela, fue y le pegó. Actuó como debía actuar –dijo orgullosa la madre-. Y lo que voy a hacer yo con mi hijo es problema mío”. Sería importante que las madres y los padres que piensan como esta mujer se diesen cuenta que no, que no es problema de ellos, porque la sociedad espera de ellos que eduquen a sus hijos en la tolerancia y para la vida en común, no para la violencia o el descontrol. Y si no cumplen con su función, la sociedad puede pedirles cuenta.
Los padres no pueden desacreditar y desautorizar a los maestros o a la escuela. Si creen que algo no marcha bien, tienen la posibilidad de acudir a la escuela y hablarlo, pero sin que los chicos perciban que se va a defenderlos. De lo contrario, lo que desmedra es el concepto de autoridad. Los padres de los alumnos deben entender esta realidad, y apoyar las decisiones de los directivos y docentes con los cuales trabajan en conjunto en la difícil tarea de la educación de las nuevas generaciones.

En el ámbito de la escuela

En la escuela, muchas veces, se ha pasado de un régimen exacerbadamente rigorista a uno en que la carencia de premios y castigos hace que la institución escolar no sea una adecuada preparación para la sociedad real.
Es preciso tener la convicción de que educar en el orden no implica autoritarismo, y que el autoritarismo no es orden realmente.
Los docentes y los directivos de las Escuelas tienen la potestad y el deber de ejercer su autoridad, de manera especial cuando deben oponerse a determinados deseos, conductas o acciones de los chicos que van en contra de la convivencia. No hacerlo implica abdicar de un rol que la comunidad en su conjunto deposita en ellos. Por supuesto, las medidas adoptadas en torno a la puesta de límites deben basarse siempre en las normas, los códigos de convivencia y el sentido común, y no en los gustos personales de los docentes o decisiones arbitrarias o tomadas bajo el imperio del enojo. A la vez, es menester que a la firmeza se le agreguen, en el tono de las decisiones, interés y compromiso por la persona, respeto y en lo posible, amor.
La autoridad de docentes y directivos debe también preservar los derechos de los alumnos que puedan ser conculcados por las acciones de otros alumnos. Y esto se lleva a cabo a través de una mirada preventiva y atenta, una mirada conocedora de la realidad social que los chicos viven en el grupo horizontal. No debe esperarse que los chicos vengan a reclamar por sus derechos atropellados, porque muchas veces no lo harán, sino que tenderán a resolver el problema con sus propias herramientas y posibilidades. La escuela es siempre un lugar privilegiado para aprender habilidades sociales y conductas de tolerancia e inclusión.

Por lo mismo, la escuela debe nivelar las conductas de socialización, integración, tolerancia, participación, inclusión, respeto por las diferencias, el diálogo y la construcción de los espacios democráticos. Más allá de los contenidos de las distintas asignaturas, toda la estructura educativa de la Escuela debe ponerse al servicio de esta formación para la vida, cuyos parámetros deben surgir de las autoridades de aplicación, pero deberían poder conversarse entre todos los docentes. La coordinación de la implementación, la supervisión y la evaluación de los resultados son responsabilidades del Equipo Directivo.
Los docentes deben saber que no pueden abdicar de su rol. La sociedad espera de ellos que suplan, en el caso de que el rol adulto no sea cumplido en la casa. Son el último bastión de la socialización y la nivelación.
Sería deseable incorporar en todos los casos Proyectos de Convivencia Escolar diseñados con mucha participación de todos los actores, bajo la guía del PEI y con la tutela de los directivos, docentes y padres, que son los que conducen el proceso educativo.
También es importante incrementar los proyectos de educación en el diálogo. Tiene que ver con el uso de la lengua, la argumentación. La búsqueda de la verdad objetiva. Una pobre posibilidad de uso del lenguaje para dirimir tensiones o conflictos, nos pone a las puertas de la violencia. Y como los conflictos van a existir siempre, es menester dar recursos para su resolución dialogada y no violenta.
No se puede tampoco dejar de analizar el tema de las armas en la escuela. Generalmente quienes las llevan son alumnos de difícil problemática particular. Las reglamentaciones vigentes obligan al docente a denunciar el hecho y al protagonista. No siempre se hace, sea por temor a represalias o por dudar de la conveniencia de la denuncia en sí. Pasar por alto cuestiones como estas tienen de hecho graves implicancias pedagógicas, y pueden tener gravísimas consecuencias prácticas.
Resulta apremiante capacitar a los directivos y docentes en esta problemática de la violencia juvenil, con criterios comunes a todas las escuelas, que atiendan, empero, las diferencias que puedan suscitar los distintos contextos socioeducativos. Capacitar en la promoción de la convivencia, la mediación y en el manejo de situaciones de conflicto. Capacitar en la mirada de diagnóstico y prevención.
Por otro lado, las autoridades de supervisión escolar deben sostener la autoridad del docente, cosa que en muchos casos no sucede cuando los padres elevan recursos a las instancias de Inspección. Con mucha facilidad, y a veces sin fundamentos, se dejan sin efecto medidas tomadas con justicia, con lo que se hace un pésimo servicio a la autoridad no solo del docente o del Instituto en cuestión, sino del sistema educativo en su conjunto.
El mismo nivel de estragos lo hace la judicialización de la gestión educativa, cuando las medidas tomadas en las escuelas son juzgadas por magistrados que están lejos del ámbito educativo y de las situaciones reales que se dan en el proceso de enseñanza-aprendizaje diario.

El tema de la sanción

La suplencia de la escuela debe orientar conductas hacia la socialización positiva. En este aspecto, el análisis de lo acontecido a través de la conversación es importante. Pero debe haber también una reparación, que tiene que ver con el daño causado. Las infracciones a los códigos de convivencia, reglamentos y normas convencionales de conducta deben ser identificadas, mostradas como tales y reflexionadas con los causantes. A veces es preciso reconocer los eventuales errores en los que la Escuela o el docente pueden incurrir[4]. Y frente a hechos de inconducta, es menester que exista algún tipo de sanción disciplinaria, que puede consistir en la simple conversación con el alumno sobre su conducta, hasta medidas más graves, que debieran apuntar a la reflexión y a la reparación. No parecen convenientes las medidas tipo suspensión por tiempo determinado, ya que se le quita al alumno tiempo real de aula en una época en que este tiempo es pobre; ni la pérdida de tiempos de recreo (necesarios para la eficacia del tiempo de estudio); ni las sanciones meramente formales (amonestaciones, apercibimientos o medidas formales acumulativas). Son preferibles, siempre, las acciones (que incluso pueden ser consensuadas o hasta propuestas por el alumno) tendientes a reparar los daños causados. La sanción disciplinaria debe ser vista como un acto de reparación de un equilibrio roto. No es un “castigo”, ni cierra un hecho problemático. Por lo mismo, debe quedar un detallado registro de las actitudes cuestionables de los alumnos, a fin de poder analizarlas descriptivamente en futuras ocasiones. En este registro, por ende, deben asentarse también todas las mejoras y los logros que el alumno va conquistando en el nivel disciplinario.
Con todo, la escuela -huelga decirlo- no debe ser expulsiva. Uno de sus roles es la inserción social, y por ello la expulsión es un fracaso en el cumplimiento de ese rol. Hay que partir de una base: en muchos casos la familia no está, o no sabe cumplir su misión de crianza. Entonces la Escuela, mandataria del Bien Común, debe suplir. Una escuela expulsiva, por lo mismo, no cumple este rol de suplencia. Esto no implica que no haya que hacer, en algunos casos, reacomodamientos internos cuando un alumno está en situación de conflicto irresoluble con determinados docentes o compañeros. Si en un caso extremísimo se hace necesario el cambio de establecimiento escolar, debe ser la autoridad educativa la que, en conjunto con la familia, busque un nuevo establecimiento en donde el alumno pueda continuar con su formación. Siempre, empero, es preferible motivar la solución del conflicto.

Los medios de comunicación

La mediatización de los problemas de violencia escolar, por lo general, no ayuda a la resolución de los mismos ni a su prevención. Los hechos se cubren con la perspectiva de la noticia atrapante, y se buscan testimonios sin el debido discernimiento (muchos protagonistas de hechos de violencia -padres, alumnos- buscan la mediatización en su afán por salir en los medios), todo lo cual se emite para una audiencia que, en el caso de los más chicos, no dispone de elementos como para evaluar correctamente lo que se dice. Sería deseable una conducta mucho más cuidadosa de parte de los medios masivos de comunicación, que disponen de un poder formador formidable, que con demasiada frecuencia ejercen sin responsabilidad.
Los medios, además, deberían dejar de emitir productos pensados para el consumo adolescente, que desprestigian la persona y los roles de autoridad de maestros, padres y adultos en general.
A la vez, es menester abandonar esta costumbre de eliminar el límite entre lo joven y lo adulto, en un proceso de adolescentización generalizada de la cultura, que tiene como consecuencia, muchas veces, el abandono de la responsabilidad adulta.


Conclusión

En los tiempos que vivimos, la violencia está, y parece que está para quedarse. La escuela debe entonces redoblar sus esfuerzos en su tarea formativa, generadora de valores, mostradora de límites, preventiva. Hay que educar para la vida, y la vida es siempre vida social. Vida en comunidad. Por ende, hay que educar en los valores de la tolerancia, la inclusión, el respeto, la solidaridad. No se puede claudicar en la tarea siempre exigente de mostrar el diálogo como la forma de resolución de los conflictos, que son inherentes a la condición social humana.
Hay que estimular a los chicos al trabajo, a la superación, a la conquista de sí mismos. Deben comprender que todo lo verdaderamente bueno exige esfuerzo y autodominio.
Y con respecto al tema específico que nos ocupa, es preciso detectar con anticipación los síntomas de violencia que pudiesen aparecer. Los docentes deben ser capacitados para esto. Y desarrollar una actitud de escucha respetuosa y atenta.
Y todos, directivos, docentes y padres, debemos recordar siempre que como adultos tenemos un rol inclaudicable: mostrar los valores que le dan sentido a la vida, y encarnarlos en nuestras propias opciones para ser así modelos –dentro de nuestra natural fragilidad- para aquellos que nos observan y, quizá sin saberlo, nos toman como ejemplo.



Raúl Llusá
Profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación


[1] Mori Ponsowi: Violencia en las escuelas, La Nación, 20-11-07, pág. 19
[2] En La Nación, 5 de abril de 2008, Pag. 24: “Por qué se suceden tantos actos violentos”. Para la especialista, la ley simbólica se internaliza entre la temprana niñez y la última adolescencia.
[3] Mori Ponsowi: Violencia en las escuelas, La Nación, 20-11-07, pág. 19
[4] En el caso del chico de 12 años que golpeó a la maestra, por ejemplo, digamos que si la maestra le dijo “falopero”, como asegura el chico, la maestra estuvo mal, se equivocó. Y debe pedir disculpas, porque aún si el chico se drogara, es un chico con problemas, no un “falopero”. Este último es un juicio de valor, que no corresponde y de ninguna manera es formativo. Pero el chico respondió con una agresión que no puede ser pasada por alto de ninguna manera. De lo contrario, fomentaríamos el “ojo por ojo”, o peor aún: el “golpes por insulto”. La situación de poder no da privilegios. Pero tampoco los da la situación contraria. En el ejemplo que analizamos, debe establecerse qué pasó realmente. Si hubo un exceso por parte de la maestra, ésta debe disculparse. Pero el chico –en un ámbito de contención- debe comprender verdaderamente que actuó mal. Y también debe reparar su falta. La madre del chico debe entender que no lo ayuda con su actitud soberbia y justificante. Y todos deben trabajar para que el chico reconozca todo lo que se hizo mal, repare lo que debe reparar, y siga adelante en su proceso de formación.

viernes, 4 de abril de 2008

Descontrol

No es la primera vez, ni será la última.
La gente ataca una comisaría pidiendo justicia. La Policía acaba de detener a un delincuente, y comienza el proceso por el que el Estado determinará si el presunto delincuente delinquió, y si le corresponde pena.
Pero a veces la gente no quiere esperar. No quiere esto que se consiguió tras siglos de discrecionalidad de los jueces: las garantías de la ley. Y quieren justicia por mano propia. “Entreguen al asesino”. “Entreguen al violador”. “Entréguennoslo”. Por supuesto: la policía no entrega nadie a nadie. Entonces la gente incendia comisarías, apedrea, roba, grita. Y si llega una cámara de un canal sensacionalista, mucho mejor. Es un efímero salto al mundo de la TV. De la “fama”. Con noteros que hablarán, seguramente, de la “justa indignación” de la gente. Y todos contentos.
En los desmanes participan todos. Incluso, por supuesto, muchos menores de edad, muchos chicos, que tienen licencia para jugar a romper. Con permiso de los padres, con permiso de la sociedad.
Hay delitos y delincuentes que nos hacen dudar de todo. Pero no es posible olvidar, en primer término, que las garantías del derecho, que protegen a los individuos y a las sociedades de la injusticia y de la discrecionalidad de los funcionarios, se alcanzaron luego de muchos siglos y de mucho dolor, infamia, vergüenza, iniquidad. Tampoco hay que olvidar que el pueblo no gobierna ni gestiona sino a través de las instituciones y los organismos del estado. El pueblo, cuando se ofusca, se transforma en turba. Y la turba no razona. Se vuelve manada.
Una palabra más: ¡pobre policía! A veces recibe palos que, quizá, merezcan alguno de sus integrantes. Pero otras (muchas) veces, además de los tiros de los delincuentes debe recibir las piedras de la gente, que nunca quiso a la policía, porque representa el límite, el control, la represión de la conducta ilegal. También representa, ya lo sé, la coima, la corrupción y la delincuencia de algunos, quizá muchos de sus integrantes. Pero una cosa son los corruptos, otra cosa es la policía. Saquen a la policía, háganla desaparecer, y después me cuentan.

Promovido a quinto año por orden de un juez

Cuando la justicia parece aplicarse para provecho de la corporación

El pibe desaprobó cuatro materias en febrero. Y con ello, como es natural, se vio obligado a repetir 4to año. Como cualquier hijo de vecino. Pero la cosa es que el pibe no era cualquier hijo de vecino, porque era hijo de ¡un juez!, Don Héctor Leguizamón Pondal, que presentó una acción de amparo ante la justicia y pidió la nulidad de uno de los cuatro exámenes desaprobados (el de Lengua y Literatura) porque consideraba que la reprobación no había sido justa. Vaya uno a saber. Puede que sí, puede que no. Yo no lo sé, porque yo no estaba allí. Pero el juez Leguizamón Pondal tampoco estaba allí. Se guió por lo que le dijo el chico. Claro que los padres siempre les creen a los hijos, no hay por qué dudar de lo que los chicos digan. Menos aún cuando son adolescentes.
La cosa es que el colegio (Fundación Educativa Wooodville, de San Carlos de Bariloche), rechazó el pedido de nulidad del examen, por considerar que estaba bien tomado y bien calificado. Pero el que no rechazó la acción de amparo fue otro juez, Don Carlos Cuéllar, que dictaminó que el menor debía ser promovido a 5to año hasta que se decidiera en firme sobre el pedido de nulidad. Así, el pibe, con cuatro materias, pasó a quinto.
Claro: la rectora del colegio renunció a su cargo. Un gesto de dignidad.
Mientras tanto, en el colegio Woodville había un problema: suponiendo que el examen cuestionado fuese declarado nulo por la justicia, el Ministerio, o quien fuese; se le tomara de vuelta y lo aprobase, el pibe seguía teniendo tres materias desaprobadas. Y con tres desaprobadas (ninguna de las cuales había sido impugnada por ningún juez) también repetía.
Por tanto, Don Leguizamón Pondal accedió a cambiar al chico a otro colegio en donde las cuentas daban: dos materias desaprobadas, una en veremos y la otra que en el Wodville era extracurricular y en el nuevo colegio no existía. Así que todos contentos. Menos la rectora, que está buscando otro trabajo, en donde pueda trabajar como docente sin que interfiera la justicia, o el partido peronista, o la Asociación de Panaderos y Confiteros.
Lástima el precedente. Porque ahora va a ser difícil determinar que un chico repite. Al menos va a ser difícil darle la vacante del chico repitente a otro que quiera entrar en su lugar, porque si la justicia decide que el chico no debe repetir, alguien se va a tener que sentar en el suelo. O puede venir la Inspectora y retar al colegio porque se tiene un curso excedido.
Qué se yo: si yo fuera juez, y tuviera un hijo que desaprueba cuatro materias, no presentaría un recurso de amparo para que me lo promuevan a través de la justicia. Primero, porque si mi hijo llegó a febrero teniendo que dar cuatro materias, quizá tenga que aprender a estudiar más. Segundo, porque repetir no es una cosa terrible. A muchos les hace bien. Tercero, porque hay cosas mucho más importantes de las que se tiene que ocupar la justicia, y que a veces esperan años (como los ajustes jubilatorios de personas que los merecen, mucho más que este chico un cuatro, y quizá se mueran sin recibirlos, porque la justicia, tan expeditiva en este caso, es exasperantemente lenta en otros). Y por último, por una cuestión de ética. Con todo respeto, juez Leguizamón Pondal, y desde mi lugar de educador de muchos años: queda muy mal, y se presta a lecturas que quizá no sean justas, el hecho de que usted, que es juez y camarista, pida un recurso de amparo para amparar a un hijo suyo, y que el recurso salga de inmediato. Hubiera sido mucho más formativo, de su parte (me parece) que hubiese tratado de resolver el tema de otra manera. Porque (recuerde) su hijo desaprobó cuatro, no tres. Y con tres desaprobadas, también repite.