jueves, 21 de julio de 2022

El día del amigo

¿Para qué sirve el día del amigo? Para dos cosas, creo: Para tomarnos el trabajo de rendir homenaje a nuestras amigas y nuestros amigos, diciéndoles lo valiosos que son para nosotros; y en segundo lugar para reflexionar acerca de lo que la amistad es, y también sobre lo que no es.

Generalmente estos días saludamos a nuestros amigos, y publicamos cosas como "la amistad es tal cosa, y tal otra". Y decimos: "Te quiero, amiga, amigo" etc.

Pero hoy estoy tentado a hacer algo distinto. A hacerme preguntas a mí mismo. Preguntas como: "¿A quiénes considerás tus amigos? ¿Sólo los que piensan como vos? ¿Sólo a los que nunca te traen problemas? ¿Sólo a los que te entretienen, y siempre son divertidos?  ¿Sólo a aquellos que te dan prestigio, o beneficios?"

Si la respuesta fuera "sí" a cualquiera de estas, cuando tu "amigo" no piense como vos, o te traiga algún problema, o esté “bajón” y no te entretenga, o no pueda darte ningún beneficio, lo abandonarás.  Porque eso no sería verdadera amistad. Sería usar personas para obtener beneficios para nosotros. ¡Demasiado a menudo sucede esto!

"Amigo es más profundo, su alcance es infinito", dice una canción.

Cada uno puede llamar "amigo" a cualquier cosa. Muchas veces escuchamos: "yo soy amigo de decir la verdad"; "el pucho es un amigo que no te abandona", "tengo 2400 amigos en Facebook".

Pero creo que la amistad es otra cosa.

Es una relación mutua de afecto, de estima, de cariño, de amor puro, entre personas que aunque no sean iguales (color de piel, creencias, ideología, edad, preferencias, etc.) se sienten iguales porque se estiman, se aprecian, se quieren. Y no son necesarios muchos motivos para este quererse. Se da y punto.

Es una relación en la que percibimos que esos "otros", nuestros amigos, iluminan nuestra vida, la alegran y la enriquecen, y sabemos que nosotros lo hacemos con la de ellos.

Es una relación en la que estamos pendientes de lo que les pasa a nuestros amigos, para ir a su encuentro en el momento de la dificultad. Y sabemos que estarán con nosotros cuando a nosotros nos toque atravesar el dolor. Dice el libro de los Proverbios: "El amigo ama en toda ocasión, y se porta como un hermano el día de la desgracia" Prov. 17,17

¡Qué triste es descubrir la presencia de la ausencia, en las noches tenebrosas de nuestra vida!

En la amistad, estamos plenamente conscientes de los defectos de nuestros amigos, pero los soportamos porque los amamos, y porque sabemos que también ellos soportan nuestros propios defectos.

En fin: creo que "amigo" es aquella persona que forma parte ineludible de nuestra vida, persona que nos dolería mucho perder, persona que nos completa.

Por eso es tan difícil encontrar muchos amigos de esta dimensión. De este calibre. De este fuste. Pero el puñadito que cada uno de nosotros tiene, constituye como un sol que ilumina y entibia nuestra vida. Y que debemos cuidar, atender. "La amistad es algo que se gestiona", suele decir un viejo amigo mío. Y tiene razón.

Creo, humildemente, que todo lo demás tan en boga en estos días de 3500 amigos digitales, no sirve demasiado. Sirve para los días de sol, sin viento, y con plata en el bolsillo. O sea: sirven para cuando todo está bien. Y creo que las "amistades light" no son verdaderas amistades. Son otra cosa. Ojo: no digo que no sean cosas buenas: digo que son otra cosa, buena tal vez, pero mucho menos comprometida y valiosa que la verdadera amistad. 

Hoy es el día del amigo. Del amigo real. Con todo lo que significa. 


La amistad existe, porque existe el amigo.
Mi amigo es la íntima parte de mi alma
que anda por ahí en el cuerpo y alma de otro.
Mi amigo es la frontera más externa de mi ser:
más allá de mi amigo está "lo otro".
Pero de mi amigo hacia mí
(incluyendo a mi amigo)
soy yo mismo.
Y creo, humildemente,
que lo mismo le pasa a él.
La amistad es una relación entre iguales.
¿Y acaso no nos iguala el hecho de ser hijos de Dios?
El mundo es menos mundo sin mi amigo.
De la amistad surge la irresistible alegría
de ser con el otro. 
Porque el otro es mi amigo.

martes, 10 de noviembre de 2020

Reflexiones frente a la pandemia

Por Raúl F. Llusá

Los seres humanos atravesamos la vida con mayor o menor fortuna. La experiencia nos dice que ni unos ni otros estamos exentos de sufrir, aunque innegablemente los que menos tienen enfrentan determinado tipo de penurias que muchas veces les hace insoportable la vida. Esto afecta de manera principal a los indigentes, aquellos que no poseen lo mínimo indispensable para su subsistencia y salud, situación que amerita una reflexión específica.

La adversidad forma parte de nuestra vida, y no la podemos evitar. Somos seres encarnados, dependientes en gran medida de nuestro entorno, tanto para nuestras necesidades materiales (alimentación, vivienda, seguridad, etc.) como para nuestras necesidades espirituales y afectivas.

Por lo mismo, vivimos muchas veces bajo el imperio del temor por perder lo que tenemos, o de no conseguir lo que necesitamos.

La juventud duda respecto de su porvenir, en épocas de incertidumbre con respecto al futuro del trabajo. Las mujeres y los hombres maduros se preguntan qué puede suceder si pierden su empleo, o su fuente de ingresos. Todos tememos los estragos de la enfermedad y la muerte, la propia y la de nuestros seres queridos.

Y nos encontramos entonces con que la adversidad tiene mucho que ver, para nosotros, con la pérdida.

La pérdida en este contexto refiere al temor a perder lo que tenemos, e involucra a muchas cosas, ya que podemos perder nuestros bienes, la compañía de los nuestros, la salud, la vida, e incluso el recuerdo de quienes nos sobrevivan.

Está también siempre presente el fantasma de la escasez, el temor de no tener en el futuro lo necesario para subsistir, nosotros y nuestros afectos. Tiene que ver con los avatares de la situación económica general o con el riesgo de perder, como apuntamos arriba, nuestra fuente de ingresos (trabajo, comercio, empresa).

En estas épocas de pandemia mundial de coronavirus, estas realidades se han hecho más evidentes en nuestra conciencia. Hemos aprendido que muchas de nuestras certezas pueden desmoronarse de la noche a la mañana, de resultas de un proceso que escapa totalmente, no sólo de nuestras posibilidades personales, sino incluso de las de la organización social del mundo.

Vivimos un fuerte momento de adversidad que nos desafía. Y creo que, frente a la adversidad, las posturas personales posibles son:

  1. El rechazo indignado
  2. La aceptación resignada
  3. La aceptación y el enfrentamiento posible acudiendo a la virtud de la resiliencia.

El rechazo indignado

Es la postura de aquellos que no admiten que las cosas no sean como las han soñado o imaginado. Tienen una mirada demasiado simple (y a veces naif) del mundo. Son los que, por ejemplo, ante la pandemia de coronavirus, se indignan porque la ciencia no ha resuelto aún el problema, porque en pleno siglo XXI una emergencia sanitaria puede provocar millones de muertos, y porque los gobiernos (de cualquier signo) no logran resolver la cuestión.

La aceptación resignada

Hay un tipo de aceptación que proviene de una cierta debilidad, y que podemos tipificar como aceptación resignada, que tiene pinceladas de fatalismo, y que partiendo de una realidad incontestable: el hecho de que no podemos controlar todos los procesos naturales o sociales, mueve a muchos a la inacción, a creer que nada se puede cambiar, y que las cosas que suceden deben seguir su curso, esperando que, con un poco de fortuna, cambien.

La aceptación y el enfrentamiento posible acudiendo a la virtud de la resiliencia

Pero hay otro tipo de aceptación, que no se queda en la resignación. Es aquella que proviene de la fortaleza espiritual, la de aquellos que saben que en la vida existen tiempos mejores y peores, y que la adversidad forma parte del entorno de lo posible, y que a nadie le es dado vivir sin atravesar momentos de tribulación. Quienes aceptan la adversidad de esta forma, están en condiciones de pasar al enfrentamiento para buscar una solución.

Quienes poseen este temple aceptan la realidad, pero buscan las posibilidades de rearmarse para seguir adelante, acudiendo a la virtud de la resiliencia, esto es: la capacidad que tenemos los seres humanos para fortalecernos por causa de las adversidades y empezar de nuevo, quizá de diferente manera, pero desafiados por lo que nos ha sucedido.

Esto es, lo creo humildemente, lo que necesitamos: aceptación realista pero no resignada. Enfrentamiento de la adversidad en la convicción de que un futuro mejor es posible. Y hacer uso de la capacidad de resiliencia que todos podemos desarrollar, para salir en una mejor versión después de un evento negativo.

 

¿Qué nos ha enseñado la pandemia?

  1. Que lo inesperado puede suceder.
  2. Que todos nuestros proyectos pueden naufragar de la noche a la mañana.
  3. Que la muerte es siempre una posibilidad.
  4. Que la cotidianeidad, que a veces nos abruma, puede ser hermosa, y que la valoramos cuando la perdemos. Y que las cosas sencillas se transforman en maravillosas cuando se convierten en imposibles.
  5. Que el contacto humano nos hace mucho bien. Y que el abrazo duele cuando falta.
  6. Que los momentos son importantes, y vale la pena disfrutarlos.
  7. Que todos los adelantos tecnológicos y científicos, que nos hacen sentir los amos de la naturaleza, se rinden frente a una pequeña forma biológica que pone en jaque a la humanidad y puede hacer desmoronar todo ese mundo que hemos construido.
  8. Que todos nuestros planes pueden ser relativos y que tenemos que tener planes de contingencia.
  9. Que debemos estar dispuestos a enfrentar cambios profundos en nuestra vida.
  10. Que las personas que nos son importantes, son verdaderamente importantes.
  11. Que la tecnología acorta las distancias, pero que la presencia física es imprescindible. Que el encuentro personal es maravilloso.
  12. Que disponemos (todos) de capacidades que no conocíamos.
  13. Que nunca más habremos de pensar en que no puede sobrevenir un cataclismo.


La nueva normalidad

¿Cómo será la “nueva normalidad”? No tengo la más mínima idea.

Ojalá que sea parecida a la vieja, pero mejorada. Aunque soy un tanto escéptico sobre esto, porque la naturaleza humana sigue siendo la que es, con o sin virus.

No cambiará mucho nuestra manera de ser, por lo menos en los grandes. Quizá si en los chicos. Pero la “vieja normalidad” tenía algunas cosas buenas. Que deben ser recuperadas.

Llamamos “nueva normalidad” a la vida cotidiana en un escenario en que el SARS Cov-2 estará presente, y no se haya desarrollado, probado, distribuido y aplicado masivamente una vacuna.

Porque hasta que eso suceda, la vida será distinta, y estaremos siempre expuestos al contagio.

Habrá que saber si quienes enfermen de Covid19 desarrollan anticuerpos tales que le impidan volver a enfermar de la misma enfermedad, para siempre o hasta la aparición de una nueva cepa. Porque hay que recordar que otro coronavirus, el de la Influenza, muta año tras año y por ello es menester aplicarse la vacuna correspondiente a la cepa circulante, para evitar enfermar.

Pero existe otra pregunta, inquietante: ¿podrá suceder que las personas que hayan desarrollado coronavirus alguna vez, y desarrollado anticuerpos, puedan ser, en caso de nuevo contagio, portadores sanos, pero que se constituyan en vectores de contagio?

¿Podrá desaparecer el SARS-Cov-2 como desaparecieron otros virus? Parece más difícil, por la extensión que éste ha alcanzado.

¿Se volverá endémico?

Son preguntas aún sin respuesta.

Pero mientras no exista una vacuna, hay que pensar en una nueva normalidad, esto es: en desarrollar una vida “lo más normal posible” pero que ciertamente deberá cambiar en muchos aspectos.

Debemos proteger, en primer lugar, a los adultos mayores, a las personas inmunodeprimidas, a quienes tienen comorbilidades que puedan hacer peligroso que enfermen de Covid19.

Pero no podemos caer en el delirio de los augures de la desgracia, que sostienen que nunca se podrá volver al mundo pre-pandemia. Si no se pudiera volver a un mundo al menos parecido, estaríamos entonces ante un escenario de hambre, desolación y conflicto social. Los que aún tienen ingresos no pueden sostener a los que no los tienen, y los Estados tampoco. Por eso la maquinaria (industria, comercio, campo, artesanía, etc.) debe volver a funcionar. Los trenes deben poder volver a viajar repletos. Porque es indicio de que la gente trabaja. ¿Cuál es el otro escenario? La muerte por inanición. La guerra civil. El oscurantismo.

Las vacunas asegurarán, cuando lleguen y si funcionan, que el virus deje de causar estragos. La enfermedad será más débil. Habrá pocos muertos.

Estoy seguro de que no se acabó el mundo que conocimos: simplemente está en pausa.
No creo que sea necesario, como propone algún pensador, “hacer un duelo” por el mundo pre-pandemia. Porque este mundo no está muerto. Está internado, pero se repondrá. Volveremos a vivir, tarde o temprano, como antes.

Mientras tanto, lógicamente, hay que evitar los contagios masivos. Esto es especialmente importante para los jóvenes, que por su manera de ser son más confiados. Pueden enfermar, pero la mayor parte de las veces serán asintomáticos. Pero son vectores de contagio hacia sus padres, abuelos, tíos, y toda persona vulnerable entre las que viven.

Por eso es necesaria una fuerte responsabilidad social, y es menester que traslademos esta convicción a los jóvenes. Por ellos, por los mayores, por el mundo.

Tendremos otra oportunidad, pero hay que construirla. Entre todos.

 

 

 

 

lunes, 26 de noviembre de 2018

Tristeza, resignación, bronca.


Hace unos años, un energúmeno descerebrado y risueño, que miraba a ambos lados para ver las caras de aprobación de otros muchos despreciables que reían y aplaudían, atacaba con no sé qué gas a un grupo de jugadores de River que entraban en la cancha de Boca por el túnel ¿protegido? que viene de los vestuarios. Esa noche me agarré una amargura tal que dije: ¡chau el fútbol para mí! Estaba Agustín Bregim conmigo, y puede dar testimonio. Se me pasó. Entre este hecho y el del sábado, en el que otra horda de bestias insultaba (ponele que hasta ahí se entiende) y ¡apedreaba! al “enemigo mortal” que llegaba a la cancha, hasta el punto de romper los vidrios del micro, pasaron muchas cosas espantosas en el mundo del fútbol. Con muertos, negocios dignos de la mafia, contubernios dirigentes, y esa “pasión”, esa maldita “pasión” que hace ver al que tiene otra camiseta como enemigo.
Esto último pasa entre las barras, pero pasa también entre muchos que no son barras. Pasa también entre demasiados jugadores, que se bancan con cara de culo el tener que darle la mano al contrario antes del partido. Y entre los directivos de los clubes, y miren si no las farsas mal actuadas de estos dos –a mi humilde pero sincero modo de ver- impresentables, que son los presidentes de los dos clubes más grandes de la Argentina (yo simpatizo con uno de ellos, pero juro que no mataría ni a un mosquito por sus colores).
En fin: el fútbol despierta tanta mala pasión en los menos… pucha, ¿qué palabra pongo acá?... en los ‘menos preparados’ para entender que cada quien tiene derecho a creer lo que cree, a hinchar por el equipo que quiera o que le hayan encajado de chico, en fin: a ser como es, mientras no cause mal a nadie, si el fútbol (decía) le “saca la cadena” a tanta gente tan básica, ¿qué hacemos?
No sé. Yo, que cada vez estoy más viejo y menos pasional, diría: mientras no cambie la calidad de los dirigentes y de unos cuántos jugadores y técnicos (que alientan con sus declaraciones incendiarias esta absurda “guerra de los siete reinos”) nada cambiará, porque la violencia de arriba promueve y facilita la violencia de abajo. Y las “hordas” de apedreadores, ladrones y violentos seriales no cambiarán. A las hordas sólo se las neutraliza con sanciones, como se hizo en Europa.


miércoles, 12 de abril de 2017

Plazas llenas y manifestaciones. Vuelvo a publicar algo que escribí hace diez años atrás.

Todo fanatismo comienza o al menos se fortalece con el hecho de confundir una parte con el todo. Sucede cuando alguien ve una porción de la realidad y juzga que es la única, o la más importante.

El fanático no tiene la facultad de ver que existen otras partes de la misma realidad, quizá con la misma importancia, o quizá con menos o más. No importa esto último: lo importante es que hay otros aspectos de la realidad que, con los ojos del fanatismo, no se pueden ver, o quizá se ven pero se niegan (y esto es peor).

En las contiendas como la que aflige hoy a los argentinos, e independientemente de las razones que asisten a unos y a otros (que las hay, de ambos lados, y esto es lo que hace complejo al problema), se ve un poco de esta mecánica que apuntaba en el párrafo anterior en la curiosa importancia que las partes en pugna le dan a la expresión de la gente en las manifestaciones. Y aquí también se puede confundir la parte con el todo. La confunde el líder político que desde un balcón o un palco interpreta que una plaza llena representa a todo un pueblo, y la confunde el líder de una protesta que interpreta lo mismo cuando los que manifiestan son los que apoyan los reclamos.

Unos y otros pecan de parcialidad cuando se dejan llevar por la fuerza de su deseo. Los manifestantes de una u otra postura; de cualquier postura, no representan al todo social en una manifestación. Aún cuando la manifestación se multiplique en muchas ciudades. Las manifestaciones no cuantifican la voluntad popular.

Seguramente lo saben quienes disfrutan de refregar su poder de convocatoria (real o ficticio) a sus adversarios. Seguramente saben que están mostrando una parte como si fuera el todo. Sería entonces importante que si lo saben, no lo hicieran.

Una manifestación popular, sea de “descamisados” o sea de “agrarios” o de “caceroleros de clase media-alta” constituye la expresión de un grupo. Constituye un signo. Significa y manifiesta a una parte de la población.
Ciertamente que si la manifestación es auténtica, y si convoca a cien mil personas, da a entender que, por proyección, son muchos los que piensan como los que manifiestan. Y que si los convocados o los autoconvocados son cien, tienen mucha menos representatividad.

Pero la cosa es que, como tal representatividad no es mensurable, las manifestaciones no deben ser tenidas demasiado en cuenta a la hora de tomar decisiones. Ayudan, sí, a tener idea del apoyo o el rechazo popular. Pero no expresan la voluntad de todos, ni cuantifican el porcentaje de adhesión o rechazo a determinada política. Perón solía preguntar a la gente reunida en Plaza de Mayo, cada primero de mayo, si estaban conformes con el rumbo del gobierno. La respuesta era, naturalmente, un sí rotundo. Pero este sí placero no es ni puede ser nunca vinculante. Porque en esa plaza hay siempre una parte, no el todo.

Solo la pregunta concreta hecha a la población a través de un acto plebiscitario nos daría la información real sobre la aceptación o rechazo popular a determinado asunto o medida. Pero es imposible plebiscitar toda cosa. Además, la población en su conjunto no es especialista de los temas disputados. Muchas veces votará por razones afectivas, dogmáticas o por lo que entiende (que suele ser una parte) de lo que escucha.

Por lo mismo, es siempre el Congreso el lugar de la discusión, del debate, de la exposición de razones.

Un congreso sin trabas. Un Congreso sin obediencia debida. Un Congreso que represente los intereses de todos. Los de la gente del interior y los de los centros urbanos. Los de la industria y los del campo. Y la gente común, los profesionales, los empleados, las amas de casa, los jubilados, los estudiantes.

Un Congreso que defienda, con preferencia, los intereses de los que no tienen fuerza de presión: los indigentes, los postergados, los pobres. En este sentido, el Congreso puede verse obligado a enfrentar a cualquier grupo o sector en aras del bien común, que es siempre superior al bien individual.

Una palabra final, volviendo al tema de las manifestaciones: un líder, cualquier líder que se enfrenta a una lluvia de vítores por parte de una multitud manifestante, debe tener los pies muy bien apoyados en la tierra. Las multitudes marean a quienes no tienen un buen par de pies. El riesgo es que por un momento, al menos, el líder obnubilado confunda el todo con la parte, y hable de más. Y al hablar de más, rompa cosas que luego serán difíciles de pegar.

viernes, 13 de enero de 2017

Mínimo y provisional aporte a un debate que se viene

Mi opinión, que puede estar equivocada, lo admito de antemano, respecto del debate sobre la baja de la edad de la imputabilidad.


Entre meter preso a un menor de 14 o 15 años que mata o viola mandándolo a una cárcel común, junto a delincuentes comunes, y dejarlo libre porque es inimputable, tornándolo a su ambiente por lo general iatrogénico, desde donde puede volver a delinquir poniendo en riesgo a otros, hay una enorme distancia, habitable por el sentido común. En estos dos extremos, el menor no tiene posibilidad de cambiar su vida, que continuará sumergida hasta que muera por bala o paco. Por eso creo que el debate que se viene tiene que moverse en el amplio margen que hay entre estos dos extremos. Es un chico, sí. Pero es un chico peligroso. Dos cosas. Tenemos que atender que es un chico, y que por lo tanto puede redimirse, y que es peligroso, y por lo tanto puede seguir causando daño. Hay que atender LAS DOS COSAS. Por eso el Estado (porque la familia ya ha fracasado con él) tiene que proveer medios adecuados para quitar su peligrosidad y darle algún sentido a su vida. No es fácil. Conozco establecimientos estatales en donde los internos (por drogas o delitos) están abandonados a la mano de Dios. Sin adecuada atención. Por eso hay que pensar y organizar todo (o al menos muchas cosas) de nuevo. Y dar lugar, incluso, al trabajo de profesionales voluntarios, que colaboren a la par de los rentados. No podemos dejar a estos chicos delincuentes en libertad descontrolada, porque se transformarán de adolescentes asesinos en adultos asesinos. Y seguirán asesinando. Pero tampoco podemos frizarlos en la categoría de “definitivamente perdidos”. ¡Son chicos! Chicos jodidos, pero chicos. Al menos hay que intentarlo, con todas las fuerzas posibles. Obviamente que no se los puede mandar a cárceles comunes. Ni mezclarlos con adultos delincuentes. Y ni siquiera hacinarlos junto a otros menores delincuentes. Porque se realimentarán en rencor y resentimiento. No sé, no soy especialista y aún no he analizado a fondo el tema. Pero hay que buscar otras opciones. Tiene que haberlas. Para que puedan rescatar sus vidas y darles sentido; para que no sigan siendo peligrosos; para que alcancen una redención social, a la que todos tenemos derecho.

¡Chau, 2016! ¡Has sido un gran año, gracias por tanto! O: “Andate de una vez, 2016 de mierda!”

Típico de leer en las redes sociales cada fin de año.
Es clarísimo que nadie (o casi nadie) cree que son “los años” los que configuran nuestra suerte o desdicha. Podemos contabilizar el devenir en meses, años, lustros, decenios. Lo que fuera. Son siempre mediaciones. Mediaciones útiles: nos permiten repasar qué sucedió en un período de tiempo; que ganamos y qué perdimos; qué errores y aciertos tuvimos; que no hicimos que pudiésemos haber hecho; en fin: balances que sirven para ajustar.
Pero los pobres años (que son medidas basadas en el movimiento de la tierra en su órbita alrededor del sol, y que tanto trabajo les dio a los matemáticos para hacer un calendario aceptablemente preciso) no tienen la culpa de lo que nos pasa. A veces la culpa (o el mérito) pertenece a causas fortuitas. O a errores y malas decisiones. O aexcelentes decisiones. O a nuestro trabajo o nuestra desidia. A vecs, también y lamentablemente, a los que nos hacen daño de diversas maneras.
Pero no culpemos a los años, salvo como ironía. Más bien analicemos, en nuestro balance, qué cosas pudieron salir mejor si hubiésemos actuado de otra manera. Para que cada año represente un crecimiento.
Defiendo los balances. Pueden ser espacios de revisión fructífera.
Hay quienes hacen estos balances en su cumpleaños, reflexionando sobre cómo les fue en el año transcurrido desde el cumple anterior. Pero lo más frecuente es hacerlos a fin de año, ya que en cada año calendario se nos abren algunas oportunidades asociadas al cambio de año, especialmente en ambientes académicos: anotarnos en una carrera, dar exámenes que debemos; etc. A veces, enero y parte de febrero son meses más distendidos, que nos permiten descansar y planificar, por lo que marzo se transforma en un mes de comienzos nuevos. Además muchos proyectos comienzan con el nuevo año, aún en instituciones y ambientes laborales. Además, el cambio de año tiene todo un contenido simbólico, y los seres humanos nos movemos mucho (muchísimo!) en el ámbito de lo simbólico. De modo que no creo que esté mal hacer balances y proyectos en esa fecha, aunque por supuesto que los ajustes en nuestra vida no necesitan (y en oportunidades no deben) esperar a fin de año.
¿Compartir balances y proyectos en redes sociales? Bueno, como muchas otras cosas, no es demasiado moralizable. Cada quien tiene su jardín como le gusta. Yo, en lo personal, no lo hago. Cada fin de año comparto en privado un relato de lo que hice, lo que me salió bien y lo que me salió mal con mi gente muy querida. Algunos con los que me veo seguido y por tanto saben todo lo que cuento en ese balance, no lo leen (porque es largo). Otros que están lejos, o no nos vemos tanto, quizá se interesen en saber en qué ando y lo lean. Pero no comparto estas cosas tan personales en muros públicos. Porque no quiero que cualquiera sepa cómo me va, y porque a nadie (salvo mis afectos) debería interesarle cómo me va, y de hecho a pocos le interesa. No critico, sin embargo, a los que eligen hacerlo. Aunque hago una salvedad: en algún punto, las redes sociales, a algunos, los ayuda a creer que son celebridades y que a todo el mundo le recontrainteresa lo que publican. Y heneralmente no es así. Y en realidad esto es una gran noticia. Porque por más que la fama sea una de las cosas que más se buscan, no hay nada como la privacidad y la tranquilidad doméstica para tener una cabeza bien ordenada. Buen año a todos.


lunes, 9 de febrero de 2015

Circula un texto que no pertenece al papa Francisco

"No es necesario creer en Dios para ser una buena persona. En cierta forma, la idea tradicional de Dios no está actualizada. Uno puede ser espiritual pero no religioso. No es necesario ir la Iglesia y dar dinero. Para muchos, la naturaleza puede ser una Iglesia. Algunas de las mejores personas de la historia no creían en Dios, mientras que muchos de los peores actos se hicieron en su nombre".

A este párrafo, atribuido al Papa Francisco, se lo presenta como una "frase entera", una "unidad de sentido", pronunciada o escrita de corrido. No la es. No forma parte, así como se la presenta, de ningún escrito ni catequesis oral del papa. Ninguna de las frases inconexas que conforman el párrafo apócrifo es incorrecta, entendida en un determinado contexto, pero así hilvanadas adquieren un nsentido que va en dirección opuesta a la enseñanza de este pontífice, le guste a quien le guste. Analicémoslas una a una:

"No es necesario creer en Dios para ser una buena persona".

No encuentro en ningún lado una cita papal con estas palabras, aunque hay un párrafo de la carta que Francisco escribe a Eugenio Scalfari, fundador y director del diario italiano La Repubblica, intelectual de izquierda y ateo convencido, un no creyente con quien el papa estableció un diálogo honesto y rico, del cual se podría entresacar esta conclusión, aunque el papa va mucho más lejos. El papa le dice a Scalfari:
"En primer lugar, me pregunta si el Dios de los cristianos perdona a quien no cree o no busca la fe. Considerando que  -y es la cuestión fundamental-  la misericordia de Dios no tiene límites si nos dirigimos a Él con corazón sincero y contrito, la cuestión para quien no cree en Dios radica en obedecer a la propia conciencia. Escucharla y obedecerla significa tomar una decisión frente a aquello que se percibe como bien o como mal. Y en esta decisión se juega la bondad o la maldad de nuestro actuar".
De cualquier forma, la frase "No es necesario creer en Dios para ser una buena persona" es una frase que refleja una realidad, ya reconocida implícitamente por el Concilio Vaticano II, en el N° 16 de la Constitución Apostólica Lumen Gentium, que dice, respecto de los no creyentes: "Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. La divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta".
Creer en Dios no es necesario, ciertamente, para ser una buena persona, porque la experiencia nos muestra a diario que hay no creyentes buenos y malos como también hay creyentes buenos y malos. La fe sola no hace a una buena persona, si no es perfeccionada por la caridad. La sola fe puede ser (y de hecho en muchas oportunidades lo es) un camino individualista de salvación, sin conexión con los demás.
Sin embargo, en el contexto de este párrafo apócrifo, pareciera ser una invitación papal a no creer en Dios, o al menos se presenta como una minimización de la importancia de creer en Dios, cosa que choca de manera absoluta contra la catequesis continuada del papa, accesible en su totalidad en el sitio web www.vatican.va.
Luego aparece una segunda frase que no he podido encontrar en ningún discurso, catequesis o escrito papal:

"En cierta forma, la idea tradicional de Dios no está actualizada".

Dejando salva la cuestión de que el conocimiento posible de Dios por parte del hombre, construido a través de la revelación a lo largo de la Historia de la Salvación y especialmente a través del Evangelio vivo de Jesucristo ("Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo lo quiera revelar" (Mt. 11,27) no puede adaptarse a la necesidad de un tipo determinado de Dios que necesite la humanidad de cada época, ya que Dios es en sí mismo, independientemente de la idea que tengamos de Él, dejando salvo esto, repito, es cierto que a lo largo de los tiempos se ha generado en muchas personas una imagen falsa de Dios que no responde al Padre que nos revela Jesucristo. El Papa Juan XXIII sostenía, al convocar al Concilio, que la vieja y eterna doctrina del Catolicismo debía ser presentada en nuevas y atrayentes formas,  de manera que mostraran todo su sentido al hombre de hoy. La palabra "tradicional" tiene para muchos una connotación peyorativa, aunque técnicamente significa "lo que ha sido transmitido de generación en generación". Desde esta perspectiva, esta frase (que insisto, no me consta que haya sido dicha por el papa Francisco ya que no figura en los catálogos de su enseñanza) puede ser expresada así: "La idea de Dios que nos ha sido transmitida de generación en generación con fidelidad, debe ser expresada hoy con un lenguaje actual, comprensible a la cultura de este siglo XXI". Desde esta perspectiva, la frase es cierta. Si quisiera decir que hay que cambiar lo que la Iglesia ha creído y cree respecto de Dios, entonces es falsa de toda falsedad.
La frase siguiente, pegoteada en este apócrifo, pero que tampoco pude encontrar en el magisterio del papa Francisco, es sin embargo cierta:

"Uno puede ser espiritual pero no religioso".

Efectivamente, hay muchas espiritualidades que no constituyen religión. La New Age es una de ellas. Esto es una afirmación que describe una realidad, y hay personas con riquezas espirituales que sin embargo no creen en un Dios trascendente, ni en la vida eterna, ni en una religión determinada. Pero conociendo el magisterio del papa (e incluso el del cardenal Bergoglio, como arzobispo de Buenos Aires), afirmo taxativamente que el papa enseña continuamente la bondad de la religión, y de la vivencia de la propia religión dentro de la comunidad, que es la Iglesia. Una vez más, el autor de este compuesto intenta aprovechar el prestigio del Papa para hacer creer que para el papa es lo mismo ser creyente que no serlo, es lo mismo ser religioso que no serlo. El papa respeta y ama a todos, creyentes o no, religiosos o no. Pero su enseñanza es clara: Cristo, el hombre-Dios, es ejemplo del hombre religioso, y la Iglesia invita a todos los hombres a la imitación y seguimiento de Cristo.
La siguiente frase tampoco pudo ser encontrada en la catequesis papal:

"No es necesario ir la Iglesia y dar dinero".

Contextualizada dentro del apócrifo, y siguiendo su sentido, pareciera querer decir que no es necesario ir a la iglesia (templo) y dar dinero para ser buenas personas. En este aspecto, me permito discrepar al menos parcialmente con el autor de la frase atribuida al papa: "obras son amores, más que buenas razones", reza el refrán. Dar a los pobres, dar al que necesita, es signo (cuando es un dar desde el corazón) de caridad, de amor. Y es la caridad la que nos hace buenos. Si utilizo una frase como esta para justificar mi reticencia a compartir mis bienes, entonces me convierto en lo que creo combatir: un hipócrita. La caridad, el compartir, es la base de la enseñanza papal, y es también una enseñanza de Cristo y de la Iglesia. Ciertamente que no hablamos de ir al templo a depositar una limosna y "comprar" así la salvación. Tampoco consiste la cosa en "dar dinero al cura", sino de sostener la Iglesia, que en el caso de las parroquias no recibe dinero más que de las colectas. Con las colectas se costean tanto las obras de caridad parroquiales como el mantenimiento del templo, los impuestos, los servicios y (claro está) la alimentación, vestido y necesidades de los sacerdotes. Cabe decir que en demasiadas ocasiones los sacerdotes tienen que salir a trabajar en colegios para solventar las necesidades parroquiales y personales que las colectas no alcanzan a zanjar.

"Para muchos, la naturaleza puede ser una Iglesia".

Tampoco esta frase pudo ser encontrada entre las catequesis del papa. No obstante, es una frase que refleja una realidad, incluso para quien esto escribe. La naturaleza refleja, en muchas ocasiones, el esplendor y la majestad de Dios, así como su amor por sus criaturas. Y uno puede caer en oración con facilidad en el entorno natural. De hecho, muchas veces se celebra la Eucaristía en cumbres de montañas o lugares similares, en donde es fácil experimentar la presencia de Dios.  Pero en el contexto del apócrifo atribuido a Francisco, y en conexión con la frase anterior, pareciera que esta frase negara la importancia del templo, y de acudir al templo, que entre sus muchas cosas buenas ofrece, por un lado, la Presencia del Santísimo, en el Tabernáculo, y es además punto de encuentro de los creyentes, asamblea, ekklesía (comunidad).
La última frase del apócrifo, huelga decirlo, tampoco fue identificada como perteneciente al papa.

"Algunas de las mejores personas de la historia no creían en Dios, mientras que muchos de los peores actos se hicieron en su nombre".

Es verdad. Pero también es verdad que en nombre del ateísmo y del desprecio de la religión se cometieron los peores genocidios, como el holocausto nazi sobre el pueblo judío, con 6 millones de muertos; las matanzas estalinistas de campesinos (10 millones), el genocidio del Khmer Rojo de la Camboya de Pol Pot y otros muchos. Y algunos de los hechos monstruosos cometidos "en nombre de Dios" en realidad fueron cometidos por otros intereses, aunque malos creyentes se escudaron en el nombre de Dios para cometerlos. Pero vuelvo a decir: es cierto. Muchas de las mejores personas de la historia no creían, aunque muchas otras de las mejores personas sí creían. ¿Cuál es el sentido de esta frase puesta aquí? Está en consonancia con el sentido de todo el apócrifo: poner en boca del papa católico que no es necesaria la religión, ni la fe, ni los templos, ni el culto.
Todo hombre o mujer tiene el derecho de creer o de no creer. Y tiene también el derecho de fundamentar su creencia o no creencia.

Lo que no existe es el derecho de atribuir a ninguna persona cosas que esta persona no dijo, ni podría haber dicho sin falsear la totalidad de su enseñanza cotidiana.