Por Raúl F. Llusá
Los seres humanos atravesamos la vida con mayor o menor fortuna. La experiencia nos dice que ni unos ni otros estamos exentos de sufrir, aunque innegablemente los que menos tienen enfrentan determinado tipo de penurias que muchas veces les hace insoportable la vida. Esto afecta de manera principal a los indigentes, aquellos que no poseen lo mínimo indispensable para su subsistencia y salud, situación que amerita una reflexión específica.
La adversidad forma parte de nuestra vida, y no la podemos evitar. Somos seres encarnados, dependientes en gran medida de nuestro entorno, tanto para nuestras necesidades materiales (alimentación, vivienda, seguridad, etc.) como para nuestras necesidades espirituales y afectivas.
Por lo mismo, vivimos muchas veces bajo el imperio del temor por perder lo que tenemos, o de no conseguir lo que necesitamos.
La juventud duda
respecto de su porvenir, en épocas de incertidumbre con respecto al futuro del
trabajo. Las mujeres y los hombres maduros se preguntan qué puede suceder si
pierden su empleo, o su fuente de ingresos. Todos tememos los estragos de la
enfermedad y la muerte, la propia y la de nuestros seres queridos.
Y nos encontramos
entonces con que la adversidad tiene mucho que ver, para nosotros, con la
pérdida.
La pérdida en
este contexto refiere al temor a perder lo que tenemos, e involucra a muchas
cosas, ya que podemos perder nuestros bienes, la compañía de los nuestros, la
salud, la vida, e incluso el recuerdo de quienes nos sobrevivan.
Está también siempre presente el fantasma de la escasez, el temor de no tener en el futuro lo necesario para subsistir, nosotros y nuestros afectos. Tiene que ver con los avatares de la situación económica general o con el riesgo de perder, como apuntamos arriba, nuestra fuente de ingresos (trabajo, comercio, empresa).
En estas épocas
de pandemia mundial de coronavirus, estas realidades se han hecho más evidentes
en nuestra conciencia. Hemos aprendido que muchas de nuestras certezas pueden
desmoronarse de la noche a la mañana, de resultas de un proceso que escapa
totalmente, no sólo de nuestras posibilidades personales, sino incluso de las
de la organización social del mundo.
Vivimos un fuerte momento de adversidad que nos desafía. Y creo que, frente a la adversidad, las posturas personales posibles son:
- El rechazo indignado
- La aceptación resignada
- La aceptación y el enfrentamiento posible acudiendo a la virtud de la resiliencia.
El rechazo indignado
Es la postura de aquellos que no admiten que las cosas no sean como las han soñado o imaginado. Tienen una mirada demasiado simple (y a veces naif) del mundo. Son los que, por ejemplo, ante la pandemia de coronavirus, se indignan porque la ciencia no ha resuelto aún el problema, porque en pleno siglo XXI una emergencia sanitaria puede provocar millones de muertos, y porque los gobiernos (de cualquier signo) no logran resolver la cuestión.
La aceptación resignada
Hay un tipo de aceptación que proviene de una cierta debilidad, y que podemos tipificar como aceptación resignada, que tiene pinceladas de fatalismo, y que partiendo de una realidad incontestable: el hecho de que no podemos controlar todos los procesos naturales o sociales, mueve a muchos a la inacción, a creer que nada se puede cambiar, y que las cosas que suceden deben seguir su curso, esperando que, con un poco de fortuna, cambien.
La aceptación y el enfrentamiento posible acudiendo a la virtud de la resiliencia
Pero hay otro
tipo de aceptación, que no se queda en la resignación. Es aquella que proviene de
la fortaleza espiritual, la de aquellos que saben que en la vida existen tiempos
mejores y peores, y que la adversidad forma parte del entorno de lo posible, y
que a nadie le es dado vivir sin atravesar momentos de tribulación. Quienes
aceptan la adversidad de esta forma, están en condiciones de pasar al
enfrentamiento para buscar una solución.
Quienes poseen
este temple aceptan la realidad, pero buscan las posibilidades de rearmarse
para seguir adelante, acudiendo a la virtud de la resiliencia, esto es: la
capacidad que tenemos los seres humanos para fortalecernos por causa de las
adversidades y empezar de nuevo, quizá de diferente manera, pero desafiados por
lo que nos ha sucedido.
Esto es, lo creo
humildemente, lo que necesitamos: aceptación
realista pero no resignada. Enfrentamiento de la adversidad en la convicción de
que un futuro mejor es posible. Y hacer uso de la capacidad de resiliencia que
todos podemos desarrollar, para salir en una mejor versión después de un evento
negativo.
¿Qué nos ha enseñado la pandemia?
- Que lo inesperado puede suceder.
- Que todos nuestros proyectos pueden naufragar de la noche a la mañana.
- Que la muerte es siempre una posibilidad.
- Que la cotidianeidad, que a veces nos abruma, puede ser hermosa, y que la valoramos cuando la perdemos. Y que las cosas sencillas se transforman en maravillosas cuando se convierten en imposibles.
- Que el contacto humano nos hace mucho bien. Y que el abrazo duele cuando falta.
- Que los momentos son importantes, y vale la pena disfrutarlos.
- Que todos los adelantos tecnológicos y científicos, que nos hacen sentir los amos de la naturaleza, se rinden frente a una pequeña forma biológica que pone en jaque a la humanidad y puede hacer desmoronar todo ese mundo que hemos construido.
- Que todos nuestros planes pueden ser relativos y que tenemos que tener planes de contingencia.
- Que debemos estar dispuestos a enfrentar cambios profundos en nuestra vida.
- Que las personas que nos son importantes, son verdaderamente importantes.
- Que la tecnología acorta las distancias, pero que la presencia física es imprescindible. Que el encuentro personal es maravilloso.
- Que disponemos (todos) de capacidades que no conocíamos.
- Que nunca más habremos de pensar en que no puede sobrevenir un cataclismo.
La nueva normalidad
¿Cómo será la “nueva normalidad”? No tengo la más mínima idea.
Ojalá que sea parecida a la vieja, pero mejorada. Aunque soy un tanto
escéptico sobre esto, porque la naturaleza humana sigue siendo la que es, con o
sin virus.
No cambiará mucho nuestra manera de ser, por lo menos en los grandes. Quizá
si en los chicos. Pero la “vieja normalidad” tenía algunas cosas buenas. Que
deben ser recuperadas.
Llamamos “nueva
normalidad” a la vida cotidiana en un escenario en que el SARS Cov-2 estará
presente, y no se haya desarrollado, probado, distribuido y aplicado
masivamente una vacuna.
Porque hasta que
eso suceda, la vida será distinta, y estaremos siempre expuestos al contagio.
Habrá que saber
si quienes enfermen de Covid19 desarrollan anticuerpos tales que le impidan
volver a enfermar de la misma enfermedad, para siempre o hasta la aparición de
una nueva cepa. Porque hay que recordar que otro coronavirus, el de la
Influenza, muta año tras año y por ello es menester aplicarse la vacuna
correspondiente a la cepa circulante, para evitar enfermar.
Pero existe otra
pregunta, inquietante: ¿podrá suceder que las personas que hayan desarrollado
coronavirus alguna vez, y desarrollado anticuerpos, puedan ser, en caso de
nuevo contagio, portadores sanos, pero que se constituyan en vectores de
contagio?
¿Podrá
desaparecer el SARS-Cov-2 como desaparecieron otros virus? Parece más difícil,
por la extensión que éste ha alcanzado.
¿Se volverá
endémico?
Son preguntas aún
sin respuesta.
Pero mientras no
exista una vacuna, hay que pensar en una nueva normalidad, esto es: en
desarrollar una vida “lo más normal posible” pero que ciertamente deberá
cambiar en muchos aspectos.
Debemos proteger,
en primer lugar, a los adultos mayores, a las personas inmunodeprimidas, a
quienes tienen comorbilidades que puedan hacer peligroso que enfermen de
Covid19.
Pero no podemos
caer en el delirio de los augures de la desgracia, que sostienen que nunca se
podrá volver al mundo pre-pandemia. Si no se pudiera volver a un mundo al menos
parecido, estaríamos entonces ante un escenario de hambre, desolación y
conflicto social. Los que aún tienen ingresos no pueden sostener a los que no
los tienen, y los Estados tampoco. Por eso la maquinaria (industria, comercio,
campo, artesanía, etc.) debe volver a funcionar. Los trenes deben poder volver
a viajar repletos. Porque es indicio de que la gente trabaja. ¿Cuál es el otro
escenario? La muerte por inanición. La guerra civil. El oscurantismo.
Las vacunas
asegurarán, cuando lleguen y si funcionan, que el virus deje de causar
estragos. La enfermedad será más débil. Habrá pocos muertos.
Estoy seguro de
que no se acabó el mundo que conocimos: simplemente está en pausa.
No creo que sea necesario, como propone algún pensador, “hacer un duelo” por el
mundo pre-pandemia. Porque este mundo no está muerto. Está internado, pero se
repondrá. Volveremos a vivir, tarde o temprano, como antes.
Mientras tanto,
lógicamente, hay que evitar los contagios masivos. Esto es especialmente
importante para los jóvenes, que por su manera de ser son más confiados. Pueden
enfermar, pero la mayor parte de las veces serán asintomáticos. Pero son
vectores de contagio hacia sus padres, abuelos, tíos, y toda persona vulnerable
entre las que viven.
Por eso es
necesaria una fuerte responsabilidad social, y es menester que traslademos esta
convicción a los jóvenes. Por ellos, por los mayores, por el mundo.
Tendremos otra
oportunidad, pero hay que construirla. Entre todos.